EL SACRIFICIO
Gustavo Benites Jara
¿Cuántos estamos dispuestos a sacrificarnos por los demás? Seguramente ninguno de nosotros. Pero hay quiénes si lo han hecho. Y lo siguen haciendo. Me refiero al sacrificio de la vida que exceda lo puramente familiar, en una entrega sin esperar correspondencia material ni afectiva. Me he preguntado siempre qué honduras espirituales lleva a que algunos hombres y algunas mujeres entreguen su tiempo, su juventud, sus energías, su vida entera en el servicio gratuito, pleno de gracia, - que esa y no otra cosa es la gratitud, la gratuidad del acto sacrificial.
Pienso, por ejemplo, en el padre belga, Damián de Molokai, quien, en un acto incomprensible para nuestra feliz y satisfecha existencia, se fue joven, apenas ordenado, a la isla maldita, olvidada, y apestada de Molokai, donde eran desechados los leprosos de entonces. Y allí los sirvió con extraordinario amor, día a día, sin asco, curándolos, asistiéndolos espiritualmente, sin otra recompensa que la sonrisa de hombres y mujeres cuya esperanza estaba totalmente quebrada. Y se contagió. Y murió. Y no tuvo nada. Sólo su muerte. Pero los pobres lo amaron. Y los belgas, en una encuesta nacional, el primero de diciembre del 2005, lo escogieron como el belga más grande de todos los tiempos.
También pienso en Teresa de Calcuta y su admirable historia, conocida por todos en el mundo entero. Calcuta. ¿Nos hemos puesto a pensar sobre la Calcuta donde Teresa sacrificó su vida al servicio de los más pobres entre los pobres? Dominique Lapierre describe admirablemente esa Calcuta en su libro “La Ciudad de la Alegría” (ésta era un arrabal de la gran Calcuta): “Con sus rectángulos de casas bajas construidas en torno a un patio minúsculo, con sus tejados de tejas rojas y sus callejas rectilíneas, la Ciudad de la Alegría se parecía en efecto más a una ciudad obrera que a un barrio de barracas. Sin embargo, ostentaba el triste récord de la mayor concentración humana del planeta: ciento treinta mil personas por kilómetro cuadrado. Era un lugar donde no había ni un árbol por cada tres mil habitantes, ni una flor, ni una mariposa, ni pájaros, con la única excepción de los buitres y los cuervos. Donde los niños no sabían lo que era un matorral, un bosque, un estanque: donde el aire estaba tan impregnado de óxido de carbono y de azufre, que esa contaminación ocasionaba la muerte al menos de una persona de cada familia; donde un calor insoportable petrificaba a las gentes durante los ocho meses del verano; donde el monzón transformaba las callejas y las chabolas en lagos de fango y de excrementos; un lugar en el que la lepra, la tuberculosis, las disenterías y todas las enfermedades carenciales reducían la esperanza de vida a uno de los niveles más bajos del mundo; donde ocho mil quinientas vacas y búfalos encadenados sobre montones de estiércol daban una lecha envenenada de microbios”.
Allí paso casi toda su vida la madre Teresa de Calcuta. ¿Alguien ha visto su rostro amargado alguna vez? ¿Se disputaba un pedazo de playa para broncearse como cientos de superficiales mujeres en las costas de Asia, en el Perú? No, no lo hizo. Con su túnica pobre y simple, es, probablemente, la mujer más portentosa que dio el siglo XX.
¿Y Charles de Foucauld? Se fue a vivir entre los más pobres del desierto, los tuaregs, abandonando su vida regalada, en plena juventud. Allí también los sirvió, sin esperar nada. Ni siquiera la alegría de haber visto algún converso para su propia fe. Sabía que el servicio, para ser tal, no debía esperar nada de nada. ¡Oh locura incomprensible! Y una bala lo asesinó, allá en los desiertos del Sahara, viviendo su plena soledad y su inconmensurable amor.
Y vuelvo a preguntarme: ¿Qué abismos de amor alimentan a esos hombres y mujeres que entregan así su vida? ¡Qué infinita distancia con los poderosos y corruptos de nuestro tiempo!
Gustavo Benites Jara
¿Cuántos estamos dispuestos a sacrificarnos por los demás? Seguramente ninguno de nosotros. Pero hay quiénes si lo han hecho. Y lo siguen haciendo. Me refiero al sacrificio de la vida que exceda lo puramente familiar, en una entrega sin esperar correspondencia material ni afectiva. Me he preguntado siempre qué honduras espirituales lleva a que algunos hombres y algunas mujeres entreguen su tiempo, su juventud, sus energías, su vida entera en el servicio gratuito, pleno de gracia, - que esa y no otra cosa es la gratitud, la gratuidad del acto sacrificial.
Pienso, por ejemplo, en el padre belga, Damián de Molokai, quien, en un acto incomprensible para nuestra feliz y satisfecha existencia, se fue joven, apenas ordenado, a la isla maldita, olvidada, y apestada de Molokai, donde eran desechados los leprosos de entonces. Y allí los sirvió con extraordinario amor, día a día, sin asco, curándolos, asistiéndolos espiritualmente, sin otra recompensa que la sonrisa de hombres y mujeres cuya esperanza estaba totalmente quebrada. Y se contagió. Y murió. Y no tuvo nada. Sólo su muerte. Pero los pobres lo amaron. Y los belgas, en una encuesta nacional, el primero de diciembre del 2005, lo escogieron como el belga más grande de todos los tiempos.
También pienso en Teresa de Calcuta y su admirable historia, conocida por todos en el mundo entero. Calcuta. ¿Nos hemos puesto a pensar sobre la Calcuta donde Teresa sacrificó su vida al servicio de los más pobres entre los pobres? Dominique Lapierre describe admirablemente esa Calcuta en su libro “La Ciudad de la Alegría” (ésta era un arrabal de la gran Calcuta): “Con sus rectángulos de casas bajas construidas en torno a un patio minúsculo, con sus tejados de tejas rojas y sus callejas rectilíneas, la Ciudad de la Alegría se parecía en efecto más a una ciudad obrera que a un barrio de barracas. Sin embargo, ostentaba el triste récord de la mayor concentración humana del planeta: ciento treinta mil personas por kilómetro cuadrado. Era un lugar donde no había ni un árbol por cada tres mil habitantes, ni una flor, ni una mariposa, ni pájaros, con la única excepción de los buitres y los cuervos. Donde los niños no sabían lo que era un matorral, un bosque, un estanque: donde el aire estaba tan impregnado de óxido de carbono y de azufre, que esa contaminación ocasionaba la muerte al menos de una persona de cada familia; donde un calor insoportable petrificaba a las gentes durante los ocho meses del verano; donde el monzón transformaba las callejas y las chabolas en lagos de fango y de excrementos; un lugar en el que la lepra, la tuberculosis, las disenterías y todas las enfermedades carenciales reducían la esperanza de vida a uno de los niveles más bajos del mundo; donde ocho mil quinientas vacas y búfalos encadenados sobre montones de estiércol daban una lecha envenenada de microbios”.
Allí paso casi toda su vida la madre Teresa de Calcuta. ¿Alguien ha visto su rostro amargado alguna vez? ¿Se disputaba un pedazo de playa para broncearse como cientos de superficiales mujeres en las costas de Asia, en el Perú? No, no lo hizo. Con su túnica pobre y simple, es, probablemente, la mujer más portentosa que dio el siglo XX.
¿Y Charles de Foucauld? Se fue a vivir entre los más pobres del desierto, los tuaregs, abandonando su vida regalada, en plena juventud. Allí también los sirvió, sin esperar nada. Ni siquiera la alegría de haber visto algún converso para su propia fe. Sabía que el servicio, para ser tal, no debía esperar nada de nada. ¡Oh locura incomprensible! Y una bala lo asesinó, allá en los desiertos del Sahara, viviendo su plena soledad y su inconmensurable amor.
Y vuelvo a preguntarme: ¿Qué abismos de amor alimentan a esos hombres y mujeres que entregan así su vida? ¡Qué infinita distancia con los poderosos y corruptos de nuestro tiempo!