Y haciendo un azote de cuerdas, echó fuera del templo a todos, con las ovejas y los bueyes, y desparramó las monedas de los cambistas, y volcó las mesas, y dijo a los que vendían las palomas: ¡Quitad esto de aquí, y no hagáis la Casa de mi Padre casa de mercado! (Juan 2, 15-16. BTX)
Jesús no estaba en contra de la libertad de comercio. Digámoslo de entrada para que nadie se lleve a engaño.
Estas palabras suyas que recoge el Evangelio según Juan con ocasión de su visita al Templo de Jerusalén no se refieren a este asunto, ni tampoco ponen en entredicho la legitimidad de las actividades comerciales en cuanto tales. Que quede bien claro: vender ovejas, bueyes o palomas, o incluso cambiar moneda, no tiene en sí nada de indigno ni deshonroso, ni se puede considerar una actividad moralmente reprobable. El gran problema que se le presentó a Jesús es que todo aquello se estaba llevando a cabo en el lugar menos apropiado. Más aún, la función primordial para la que aquel lugar concreto había sido designado y edificado parecía haber quedado olvidada, postergada, relegada a un muy segundo o tercer plano. No nos debe extrañar, por lo tanto, que Jesús, israelita fiel, reaccionara muy desfavorablemente ante aquella profanación del lugar sagrado, incluso con agresividad.
Desde siempre ha habido lectores cristianos del Evangelio que se han sentido molestos ante esta respuesta tan contundente de Jesús a la profanación del Templo de Jerusalén, pero la Palabra de Dios nos ha llegado de esta manera y no hay forma de paliar ni desdibujar lo que se nos describe con unos rasgos tan evidentes. Jesús se irritó sobremanera ante lo que él consideraba una transformación indeseable de la Casa de su Padre en una casa de mercado.
Este pasaje del Evangelio según Juan y sus paralelos sinópticos correspondientes siempre nos han hecho pensar en cómo reaccionaría hoy Jesús si entrara en una de nuestras capillas un domingo. ¿Reconocería en ellas la Casa de Dios, o se llevaría la desagradabilísima sorpresa de encontrarse con un mercado?
Sí, es cierto. Ya no tenemos necesidad de un santuario especial como el Templo de Jerusalén. El propio Jesús nos enseña a adorar a Dios en espíritu y en verdad, y ello puede hacerse en cualquier momento, lugar y circunstancia. Naturalmente que sí. Por eso mismo la Iglesia, el conjunto de los creyentes cristianos, sigue siendo la Casa de Dios, la Casa del Padre. Y por eso también debe tener una idea muy clara de cuál es realmente su misión en el mundo, no sea que, con la mejor de las voluntades, degenere en un mercadillo. ¡Que a nadie se le pase por la cabeza que los sacerdotes del Templo de Jerusalén permitían aquel comercio por pura maldad! Al contrario, todo cuanto se compraba o vendía en aquel lugar, o todo cuanto se cambiaba, revertía directamente en el mantenimiento del culto a Dios. ¿Alguien podría decir que aquello era un mal propósito?
Si escuchamos lo que nos dice el Nuevo Testamento, lo que los Padres de la Iglesia antigua enseñaron en su momento, lo que los Reformadores protestantes recalcaron y lo que tantos creyentes intuitivos han afirmado a lo largo de los siglos, la Iglesia es básica y fundamentalmente una comunidad de adoración. Todos los que por la Gracia de Dios constituimos el Cuerpo de Cristo de que habla el apóstol Pablo en 1 Corintios 12, nos congregamos principalmente para adorar a nuestro Señor, escuchando su Palabra y participando de los sacramentos. Ese loor que tributamos al Padre y al Hijo en el Espíritu Santo es lo que da vida y “color” a la Iglesia, una razón de ser.
Hay quienes se han empeñado en hacer de la Iglesia por encima de todo una entidad evangelizadora, una especie de agencia misionera que convierta al mundo. Ningún cristiano en su sano juicio pondrá jamás en duda el valor de la evangelización o la importancia de la misión. Por supuesto que no. Pero la Iglesia no es simplemente una avanzadilla misionera en medio de un océano de incredulidad, ateísmo o paganismo. Han de existir agencias misioneras, naturalmente que sí, dirigidas y administradas por creyentes llamados a ese sagrado ministerio. Pero no todos los creyentes son misioneros.
En nuestros días están de moda las ONGs. Aunque muchas de ellas sufren en sus propias carnes los “recortes” gubernamentales y ven mermadas sus aportaciones económicas, tanto que incluso más de una ha desaparecido ya, un buen número continúa trabajando y realizando una estupenda labor social. Existen ONGs de inspiración cristiana, y no son pocos los creyentes que se comprometen en este tipo de actividades, por considerar que Dios los llama a un ministerio específico semejante. Sin duda así es. Pero la Iglesia no es una ONG. Nadie puede cuestionar la legitimidad de las labores de ayuda a los desfavorecidos, pero ello no hace de la Iglesia una organización caritativa.
Y por no alargar demasiado nuestra reflexión, solo mencionaremos un ejemplo más diciendo que las relaciones sociales son vitales para el ser humano, y que es muy positivo que todos los creyentes nos movamos en un círculo bien determinado, con el que nos podamos identificar en tanto que discípulos de Cristo, y en el que podamos cultivar amistades e incluso formar nuestras familias. ¡Nadie podría decir que eso es incorrecto! Pero la Iglesia no puede ser un club social, ni una agrupación de amigos que se reúnen una o varias veces a la semana para estar juntos y pasarlo bien simplemente.
Es muy bueno evangelizar, ejercer la caridad con los necesitados y contribuir a una vida social plena y enriquecedora. ¿Cómo no? Diremos más: es imperativo que haya cristianos que reciban de Dios los dones y capacitaciones que les permitan llevar a cabo tales ministerios de forma eficaz. Pero no todos los creyentes pueden evangelizar, ni todos pueden ayudar a otros, ni a todos gustan las actividades puramente sociales. La Iglesia no es una agencia misionera, no es una ONG, ni tampoco un club. La Casa de Dios es Casa de Dios, básicamente casa de oración, como nos recuerda el Evangelio según Mateo 21, 13. Es decir, casa de adoración, donde se reúne la comunidad de creyentes para tributar culto al Señor.
Cualquier otra actividad que suplante a esta fundamental, por buena y loable que sea, convertirá a la Iglesia en una casa de mercado. Por no decir, como la recensión de Mateo, una cueva de ladrones.
Sobre Juan María Tellería Larrañaga (·)El pastor Juan María Tellería Larrañaga es en la actualidad profesor y decano del CEIBI (Centro de Investigaciones Bíblicas),Centro Superior de Teología Protestante.
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