Esperamos
que los diez puntos que siguen puedan ofrecer alguna orientación, para hacer
más fecundo nuestro aporte político a los países que habitamos.
A lo
largo y ancho del continente, los cristianos evangélicos viven momentos de
agitación, confusión, tentación y manipulación en su relación con la vida
política. Este hecho se ve acentuado en tiempos de elecciones, cuando las
coaliciones políticas están ansiosas de conseguir apoyo de un sector social
numeroso, y cuando los creyentes se ven tentados a precisamente usarse a sí
mismos como moneda de cambio. A los procesos eleccionarios que viven muchos de
nuestros países, se une el hecho de que atravesamos grandes cambios culturales: los desafíos de hoy son muy distintos del tiempo en el que la Guerra Fría dictaba
las coordenadas políticas y en que la oposición al catolicismo romano parecía
para algunos evangélicos una suficiente hoja de ruta. Estos cambios y la
desorientación que traen, así como el bochornoso actuar de muchos creyentes en
política, pueden llevar a que muchos evangélicos pierdan todo interés por
la misma. Pero no es eso lo que queremos. Esperamos, por el contrario, que los
diez puntos que siguen (y los links que ahí encontrarán a artículos donde hemos
desarrollado más los diversos puntos) puedan ofrecer alguna orientación, para
hacer más fecundo nuestro aporte político a los países que habitamos. No se
trata aquí de ofrecer lineamientos para un movimiento político, sino más bien
de recordar criterios que cristianos de variadas tendencias políticas debieran
tener en cuenta a la hora de actuar políticamente.
1.
Preocupémonos. Está muy bien que en la órbita de nuestras preocupaciones se
encuentre la actividad política, cuya naturaleza es atender al bien de los
hombres; no a todo bien del hombre, pero sí del hombre completo. El
cristianismo no es una secta gnóstica que busque retirarse del mundo, sino que
implica responsabilidad por un mundo caído pero creado como bueno. La actividad
política no tiene como fin intrínseco el redimirlo, y es bueno tener un claro
control de nuestras expectativas sobre la misma. Pero dicho control de
expectativas no debe hacernos olvidar que en este mundo somos tanto peregrinos
como ciudadanos. Busquemos el bien de la ciudad.
2. Seamos
atrevidos y cuidadosos. Esas cualidades no suelen ir de la mano, pero debemos
cultivarlas. Debemos ser atrevidos, pues solo tiene sentido participar si se va
a enriquecer la vida pública con algo más que frases hechas. Tal
enriquecimiento muchas veces pasa por sostener posiciones culturalmente
impopulares, por instalar en la discusión temas que a pocos han importado. Pero
debemos ser cuidadosos: también las creencias firmes pueden y deben ser
planteadas de un modo que no nos haga parte de la política convertida en
espectáculo. Hay que atreverse sin ser “atrevido”, pues demasiados creyentes
tienden a confundir arrojo y valentía con impertinencia y desatino. Con eso se
pone en juego no sólo la credibilidad de sus propias convicciones políticas,
sino también la credibilidad del conjunto del testimonio cristiano. El
cristianismo no entra a la arena pública a negociar sus convicciones, en el
sentido de considerarlas transables a cambio de algo; pero la vida pública sí
es un espacio de deliberación y orientación de los participantes al mutuo
entendimiento. Quien no quiere el cuidado que eso implica, tampoco debe querer
el atrevimiento.
3. Cultivemos
independencia de juicio. La caza del voto evangélico nos hace participar de un
sistema de clientelismo y mercado electoral que daña tanto a la iglesia como a
la vida pública. Cierto complejo de inferioridad lleva con facilidad a que
busquemos reconocimiento, volviéndonos presa fácil de ofertas que por lo de más
constituyen migajas. ¿Por cuánto tiempo tendremos que seguir viendo iglesias
interesadas en “promesas de x al mundo evangélico”? Poco importa si se cumplen
o no, lo que importa es cómo perdemos de vista el bien común, cómo nos
convertimos en grupo de interés, cómo confundimos el ser ciudadanos con ser
grupo de lobby. Si no se deja esto de lado, las iglesias seguirán siendo para
los políticos como la amante despreciable que se busca sólo para el momento.
¿Cómo corregir eso? No hay nada como saber que ya tenemos un Soberano, cuyo
dominio no se limita a los resultados de una elección democrática y del cual
somos embajadores. Estar satisfechos con la aceptación ante Dios es el primer
paso para liberarse de esa búsqueda de reconocimiento. Con esa independencia se
podrá desarrollar una mirada crítica ante tantos programas y partidos que
circunstancialmente pueden acercarse al cristianismo, pero que no pueden
constituir nuestra lealtad última. Solo si la independencia nace de tal raíz,
nos podremos liberar del vicioso esfuerzo por mostrar independencia mediante
una actitud puramente disidente. En esa actitud de mera disidencia, después de
todo, confluyen tanto evangélicos de una izquierda puramente antisistema como evangélicos
de un conservadurismo de solas negaciones (“no al aborto”, “no al matrimonio
homosexual”).
4. Que
nuestra independencia se arraigue en la tradición cristiana de
reflexión social. La sola independencia no ilumina a nadie,
el mero intento por ser “propositivo” tampoco. Necesitamos estar arraigados.
Podemos requerir independencia de los estereotipados discursos de centro,
derecha e izquierda, pero requerimos como contraparte arraigarnos en la larga
tradición cristiana de reflexión social, capaz de pensar el orden político
desde sus propias categorías. Vale la pena recordar el papel práctico
desempeñado por cristianos en grandes acontecimientos de la historia, pero esos
relatos deben ser complementadas por el conocimiento de la propia tradición de
reflexión social. Hay un canon de pensamiento social cristiano, y parte de
nuestra tarea política e intelectual es revivir y actualizar dicho canon. Hay
cosas que los evangélicos podemos aprender de la tradición católica, pero los
nombres de Agustín y Melanchthon, de Altusio y Kuyper, de Bonhoeffer y Paul Ramsey, y tantos
otros, deben ser parte de un repertorio que renueve nuestras mentes.
5.
Desarrollemos alianzas sabias. Formar partidos políticos evangélicos llevará a
perpetuar nuestra incapacidad de interactuar de modo productivo con quienes
poseen creencias distintas. Busquemos en lugar de eso participar de la vida
política gestando alianzas sabias, participando en los múltiples canales o
contribuyendo con otros a la creación y acrecentamiento de dichos canales. En
el siglo XIX muchas veces buscábamos aliarnos con la masonería en búsqueda de
mayores libertades públicas para los no católicos. Hoy puede haber una
creciente búsqueda de alianza con católicos en
defensa de la familia o la vida. Circunstancias históricas
específicas pueden hacer más sabio lo uno o lo otro, o bien otros tipos muy
distintos de trabajo conjunto. Pero tengamos presente que alianzas sabias son
alianzas en las que uno se une más que por la sola existencia de un adversario
en común y en las que se es capaz de preservar cierta independencia. Preservar
la propia identidad en medio de las alianzas, y en medio de un contexto plural,
depende de una conciencia particularmente clara de las propias posiciones.
6.
Representemos programas coherentes. ¿De qué hablan los políticos evangélicos?
Reducir su discurso a cualquier tipo de “agenda valórica” es olvidar que todas
nuestras acciones están cargadas de valor, que nuestro actuar completo debe ser
objeto de examen. Es importante lo que está ocurriendo con la desintegración de
la vida familiar. Es
importante y alarmante la persistencia de la pobreza
extrema. Avergoncémonos por las muchas veces que levantamos moral social y moral sexual como alternativas y aprendamos a mostrar
cómo se relacionan recíprocamente fenómenos como ésos. El cristianismo no
contiene un programa económico ni una política pública para reactivar las
familias, pero sí constituye una visión integral que dignifica a la persona, la
familia y a las restantes instituciones en que nos desenvolvemos en el mundo.
Si no se tiene un programa que trasciende las peticiones puntuales, siempre
será mejor callar y esperar.
7.
Hablemos de lo que sepamos. La fe puede proveer un marco general de orientación
y puede dar luz sobre cosas que no deben escapar a nuestra preocupación. Es
sano, por lo de más, que la preocupación moral del creyente contribuya a poner
límite a la transformación de la política en actividad puramente técnica. Pero
también la política y la deliberación
pública requieren competencias específicas: el callar puede
significar cobardía o indiferencia, pero muchas veces puede ser también una
muestra de honestidad intelectual. Hay en el mundo evangélico una urgente
necesidad de disciplina respecto de esto: tal como el enarbolar banderas en
contra del aborto implica estar familiarizados con cierta información sobre la
vida humana, reivindicar la lucha contra la pobreza obliga a familiarizarse con
nociones básicas de economía. No es éste mal lugar para recordar también la
necesidad de que los pastores retrocedan respecto de la actividad política: no
porque personalmente deban ser apolíticos, sino por el cuidado de la unidad de
la iglesia que está a su cargo y por el carácter representativo e inerrante que
muchas veces se atribuye a sus opiniones. Tienen una gran labor ayudando a que
en sus iglesias se comprenda el carácter omniabarcante del cristianismo, pero
debemos acabar con el clericalismo protestante y dejar este trabajo en manos de
los laicos.
8.
Tengamos mentalidad de largo plazo. La vida política requiere saber responder a
urgencias, y tanto más en países inestables y precarios como muchas veces son
los nuestros, en los que muchas veces un cambio de gobierno basta para que todo
pueda cambiar (para bien o mal). Pero el mundo evangélico ha puesto una confianza
desmesurada en lo que puede hacer en este campo, desatendiendo tareas
culturales de largo plazo en las que se gestan cambios mucho más profundos.
Así, muchas veces caemos en histeria respecto de cambios políticos inminentes,
siendo que éstos descansan sobre un cambio cultural más profundo, que se ha
producido en parte por nuestro propio silencio o inactividad. Excesivamente
orientados a cambios radicales e inmediatos, lanzamos advertencias respecto de
cambios que, si abrimos bien los ojos, ya tuvieron lugar. Si recuperamos el
equilibrio entre nuestras preocupaciones políticas y nuestras preocupaciones
culturales, también la esperanza y amor con que enfrentemos cada tarea
cambiarán. Pero no nos engañemos respecto de las exigentes condiciones para el cambio
cultural.
9.
Fortalezcamos la vida institucional. Hay una exacerbada tendencia evangélica a
pensar en términos de lo que ocurre con las vidas individuales, olvidando el modo
en que la vida humana se configura por instituciones. Ciertamente las
instituciones se desmoronan cuando fallan las personas. Pero la contraparte no
es menos cierta: de modo silencioso las instituciones fuertes son capaces de
sostenernos en medio de nuestra mediocridad individual. El mundo evangélico,
con su énfasis en la salvación individual y una espiritualidad personalista,
manifiesta un preocupante descuido por las instituciones –incluyendo la iglesia-,
y tiene mucho que aprender en este sentido. Recuperemos la valorización
de las instituciones, asumamos responsabilidad por las instituciones en las que
nos encontramos involucrados. La familia, la escuela y la iglesia están lejos
de ser hoy las únicas instituciones que forman nuestro carácter: la cultura del
espectáculo y la entretención, de los negocios y el trabajo, son esferas en que
hay necesidad de que desarrollemos una amplia imaginación institucional.
10.
Comprendamos nuestro lugar en una sociedad plural. Nuestra sociedad está
compuesta por personas que adhieren a múltiples creencias y filosofías. Como
uno de esos grupos –y uno que rara vez ha estado entre los poderosos-, tenemos
el deber de esforzarnos por entender a los restantes, fomentar el diálogo
informado y respetuoso, diálogo que es compatible con tener convicciones
firmes. Al enfrentar nociones como las de tolerancia o pluralismo, tenemos mucho que hacer
en términos de ni rechazar tales proyectos, ni asumir acríticamente cualquier
comprensión que circule de los mismos. Tenemos mucho que aprender en el uso de
un lenguaje que resulte transparente para nuestros conciudadanos no creyentes,
tal como ellos pueden tener algo que aprender respecto de la legitimidad de la
manifestación pública de las creencias. Es cuestión de amor al prójimo salir de
la propia subcultura y realizar un mayor trabajo de
traducción; y cuando el diálogo con el secularismo parece
cerrarse, recordemos que es responsabilidad nuestra mantener abiertas las
condicinoes para su reapertura. Recuperemos la capacidad para
defender de modo simultáneo el carácter no confesional de nuestros estados y el
positivo papel público que puede desempeñar la religión. Recordemos, por
último, que la existencia de un papel público de la religión sin que por eso se
tenga un estado confesional, pasa precisamente por no identificar lo público
con lo estatal, por tener una rica vida pública que nace de la sociedad civil
misma.
El
mundo evangélico latinoamericano enfrenta el desafío de distinguirse no sólo de
quienes promueven un “Estado laico” muchas veces confundido entre actitudes de
neutralidad y hostilidad, sino también de aquellos cristianos que ven el Estado
y la sociedad como una pertenencia suya a recuperar. Tal exaltada retórica daña
de modo profundo tanto el testimonio cristiano como la convivencia social. Una
sociedad democrática como la que habitamos, y que es ejemplo para otras
regiones en desarrollo del mundo, no es algo a ser rechazado, sino sabiamente
cultivado. Esperamos que los diez puntos precedentes muestren que eso se puede hacer
con integridad cristiana, sin dividir políticamente la iglesia, sin identificar el cristianismo
con algún proyecto político concreto, haciendo aportes
genuinos al bien común.