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domingo, 12 de abril de 2015

Jóvenes, trabajo y política

Enrique Fernández Maldonado
ENRIQUE FERNÁNDEZ MALDONADO
¿Qué traen de nuevo las marchas juveniles con las que abrimos este 2015?  Por un lado, desentumecen una agenda política signada por la corrupción y la inseguridad ciudadana. Hoy los jóvenes marcan el timing político local a partir de un pretexto inmejorable para expresar disconformidades diversas: la aprobación de una ley que los discrimina por ser jóvenes. Y junto con ello, devuelve al centro de la discusión un tema interesadamente soslayado en las últimas décadas: la cuestión laboral como eje del conflicto político y social. 
No son datos menores. El carácter mayoritariamente juvenil de la protesta es un rasgo que no se veía desde fines de los noventa. A pesar de su espontaneidad, es importante destacar el soporte que brindan un conjunto de organizaciones universitarias y partidarias que lograron encauzar las marchas. Y si bien la convocatoria se dio a través de las redes sociales (lo que generó una amplia y rápida difusión, generando reacciones de indignación, solidaridad o simpatía en individuos no organizados), la contundencia de las últimas marchas (se habla de 20 mil marchantes en cada una) posiciona la acción colectiva como el terreno de la disputa política. Todo lo cual suma varias interrogantes; siendo quizá la más importante entender si estamos ante un movimiento con capacidad para mantener su presencia en las calles, negociar con el gobierno u otros sectores (el empresariado, por ejemplo) y sortear los cantos de sirena en épocas pre-electorales. 
La participación de jóvenes en la política local no es novedad en nuestro país. En los años veinte del siglo pasado surgieron liderazgos juveniles (Mariátegui, Haya) que expresaron un quiebre generacional en lo político y cultural. La “nueva izquierda” de los sesentas fue más universitaria que sindical. Lo mismo vimos en las protestas estudiantiles de fines de los noventas, y de manera más discreta en la tecnocracia yuppie del Estado neoliberal. La cuestión de estos días es si asistimos a la formación de un movimiento social en condiciones de influir en la política peruana. A la manera de los “pingüinos” chilenos, que pusieron en agenda –a partir de una intensa movilización– una serie de reformas laborales, educativas y políticas tomadas en cuenta por el actual gobierno.  
Lo segundo para destacar es el factor detonante. Tras dos décadas de neoliberalismo, el debate laboral había prácticamente desaparecido de la escena política y mediática. Apenas se discutía esporádicamente en torno al salario mínimo, o con ocasión de alguna huelga importante, confinada a las páginas interiores de pocos tabloides. Primaba la ideología del “cholo barato”, casi incuestionable en el medio local. Hasta que el gobierno aprobó la Ley de Empleo Juvenil e instaló en el debate público el tema de la desigualdad laboral y económica. Tanto así que el destino de las últimas marchas no fue el Ministerio de Trabajo, bastante desdibujado; sino el símbolo máximo del poder económico y del gran empresariado, la Confiep.
Ciertamente la cuestión laboral no agota las motivaciones. Estas marchas son expresión de una suma de crisis. De la política, producto del desprestigio y desconfianza que genera un sistema político incompetente, caudillista y poco representativo. De la economía, cuya desaceleración ya se deja sentir en algunos sectores. De una crisis social que podemos llamar de anomia, alimentada por un combo desestructurante donde actividades ilegales, informales y delictivas permean casi todas las esferas de la sociedad y el territorio. En este tipo de escenarios, los jóvenes se encuentran entre los más vulnerables a distintas formas de exclusión social, cultural y económica; ahora alentadas abiertamente desde el propio Estado con leyes que establecen dobles estándares laborales.
Aunque masivas y descentralizadas, estas marchas expresan el malestar de un sector específico de la población. Jóvenes urbanos, con estudios finalizados o en formación, que resienten una medida que los relega en la escala de derechos. Sectores que no se movilizaron –hay que decirlo– cuando se aprobaron la ley Mypes, ni el régimen especial para la agroexportación –los antecedentes más cercanos del deterioro progresivo de la institucionalidad laboral. Pero que estos días no tardaron en identificar una fuente de desigualdad (injustificable) que los afectaba directamente. En adelante, si logran integrar su protesta enfocada en la derogatoria de la Ley Pulpín, a una plataforma programática más amplia que les permita granjear nuevos apoyos y articularse con otros actores en similares condiciones, estaríamos entrando a un nuevo ciclo de la política local. Veremos qué nos trae este nuevo año.

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