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viernes, 22 de mayo de 2015

JOSÉ MATOS MAR: PROFETA DE UN NUEVO PERÚ

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JOSÉ MATOS MAR
COMUNIDADES CAMPESINAS: LAS GRANDES OLVIDADAS
En 1950, El Comercio tuvo la generosidad de publicar una entrevista al suscrito para dar a conocer las investigaciones que había realizado en Tupe y Taquile. El propósito era simple: llamar la atención sobre la extraordinaria vitalidad de la comunidad campesina y de sus insospechadas potencialidades para el país. Lo paradójico es que han transcurrido 65 años y ese llamado de atención sigue teniendo vigencia.
En ese momento, las comunidades indígenas reconocidas no llegaban a mil y la opinión general era que representaban el atraso cultural, el subdesarrollo económico y la marginación social. Yo no lo creía así. Alentado por el doctor Luis E. Valcárcel, había ascendido hasta Tupe, en las alturas de la cuenca de Cañete-Yauyos, para elaborar mi tesis de antropólogo y, después, me había trasladado hasta la inmensidad del lago Titicaca para conocer la isla de Taquile, un relicto quechua en medio de la región aimara. 
Lo que encontré en ambos casos me dejó maravillado. Una organización basada en la pequeña parcela familiar pero cohesionada por sólidos lazos de reciprocidad y trabajo en común que manteniendo conocimientos y valores de la sociedad andina antigua, lejos de aferrarse al pasado, se proyectaba hacia el futuro articulándose con el mercado y el Estado.
Unos años después pude confirmar estas impresiones cuando dirigí a un extraordinario equipo de estudiantes hasta la comunidad de Huayopampa, en las alturas de la cuenca de Chancay-Huaral, dando lugar al informe que titulé “Estructuras tradicionales y economía de mercado” (IEP, 1968) y que hoy es un clásico de la antropología peruana.
Ese estudio demostraba cómo mientras más se desarrollaba la economía frutera de la comunidad y más se expandía la actividad comercial con el exterior las relaciones tradicionales de la comunidad se mantenían intactas y se reproducían en vez de ser eliminadas por el “desarrollo”.
De poco sirvió mi hallazgo. Es cierto que el régimen militar de Velasco proscribió el nombre de comunidad indígena y lo cambió por el de comunidad campesina, pero ni ese gobierno ni los que lo sucedieron fueron capaces de usar esa conclusión para desarrollar una política de promoción e integración de la comunidad en un plan mayor de desarrollo agrario.
Cuando más, tratando de imitar el “cesarismo democrático” de México con su pacto Estado-campesinado que protegía el régimen ejidal, los sucesivos gobiernos se limitaron a intentar una incorporación clientelista de las comunidades.
Entonces, también se produjo el desborde. Las comunidades en lugar de morir se multiplicaron y hoy llegan a más de 4.000 en todo el país y siguen siendo una fuente inagotable de recursos y potencialidades, habiendo desarrollado por su cuenta la producción mercantil, el comercio, la agroindustria casera, sin contar con financiamiento ni asistencia técnica; constituyéndose en una alternativa viable pero olvidada por el país. 
Hoy Lima Metropolitana, centro económico y de poder, cuenta con cerca de un tercio de la población total del Perú y afronta un serio problema de abastecimiento alimentario, pues es una megalópolis que debe atender a más de diez millones de habitantes con producción que viene de todo el territorio pero principalmente del valle del Mantaro a través de una única vía de ingreso, la Carretera Central, que está virtualmente colapsada por el volumen de tráfico. 
Esta situación determina que Lima sea sumamente vulnerable desde el punto de vista de la seguridad alimentaria. De otra parte, el valle del Mantaro cada vez es insuficiente como proveedor tradicional de Lima y Callao. Desde el punto de vista estratégico, la única posibilidad que tiene Lima Metropolitana de diversificar sus requerimientos de provisión de alimentos es desarrollando la gran potencialidad que tienen los valles de la región serrana de Lima provincias  para convertirse en la mayor “despensa” de la capital del país.
Aquí es donde se revela el potencial comunal. En siete cuencas altas de esa región existen 247 comunidades campesinas reconocidas, con una gama de microclimas y la mayor extensión de andenerías utilizadas en el país. 
La potencialidad de estas cuencas altas es tal que poseen una superficie cultivable mucho mayor que la del valle del Mantaro. Su limitante es la baja productividad, debido al predominio de la agricultura tradicional, el incipiente desarrollo tecnológico y el no aprovechamiento del saber ancestral del sistema de cultivo en andenerías. Su fortaleza es la existencia en ellas de miles de “emprendedores comunales” ávidos de oportunidades. 
Bastaría que un gobierno con visión reparara en este hecho y generara un gran programa de recuperación de andenería y de promoción del trabajo y la organización comunal (cultura tradicional) con técnicas innovadoras y capital semilla (economía de mercado), directamente vinculado al ‘boom’ de la gastronomía.
Lo promisorio es que las cuencas altas de Lima provincias son solo unas pocas de las existentes en los 52 valles costeños, donde esta experiencia original podría repetirse. Reparar el olvido de las comunidades podría convertirlas en un poderoso impulsor de la producción nacional agropecuaria y de la redistribución de la riqueza. 
LAS GRANDES INVASIONES
La mañana del 24 de setiembre de 1946 el cerro San Cosme fue ocupado por un centenar de personas, en su mayoría provincianos comerciantes de La Parada, quienes arguyendo no tener dónde vivir, con banderas peruanas en mano, instalaron esteras y declararon que se constituían en una asociación de vivienda. El gobierno democrático de Bustamante y Rivero consintió el hecho y, con ello, dio nacimiento a la primera barriada del Perú. A partir de entonces, el fenómeno se expandiría y se haría explosivo.
Primero fueron otros cerros (El Agustino, San Pedro), luego la periferia de la ciudad (San Martín de Porres, Comas) y al final el arenal con Ciudad de Dios, fundada la Navidad de 1954. En 1956 dirigí el primer censo de barriadas de Lima, Arequipa y Chimbote, con la participación de alumnos de la UNMSM. En Lima había 56 barriadas con el 10% de la población de la ciudad. Resultados que llamaron la atención nacional y que fueron usados por el gobierno de Prado para sustentar la tesis de que el problema número uno de Lima era el de la vivienda. 
Lejos de detenerse, la ocupación del arenal continuó para expandirse a Villa El Salvador en la década de 1970, movimiento que ni siquiera el general Velasco Alvarado pudo detener. Después vendrían San Juan de Lurigancho y Huaycán hasta llegar a Mi Perú, creada durante el gobierno de Fujimori.  
En todo este lapso se identificaba barriada con pobreza extrema. Hoy la pobreza extrema casi ha desaparecido de Lima y ciertamente las barriadas que llegaron a 400 a fines del siglo XX lograron predominar en 29 distritos de los 49 que tiene la urbe Lima-Callao y se convirtieron en distritos; luego, esos distritos formaron conos. Hoy, por sus dimensiones demográficas y geográficas y por su peso social y político, esos espacios se han constituido en tres nuevas Lima. 
En ellas sus pobladores no solo cambian el paisaje urbano, sino también crean un vigoroso circuito económico de servicios, que amplía el mercado interno, constituyen una constelación policlasista formada por pequeños y medianos empresarios, autoempleados y trabajadores eventuales, y forjan una identidad propia que rescata su raigambre serrana y asimila la influencia cultural occidental. 
Pero, al mismo tiempo, en los bordes de las nuevas Lima, en las alturas de las carreteras al sur, norte y centro, los paseantes de fin de semana pueden ver nuevas esteras, nuevas banderas e inscripciones y nuevos pobladores sin luz ni agua. ¿Si la pobreza ha retrocedido tanto en Lima, por qué cada día nace una nueva barriada?
La respuesta es compleja. Me atrevo a proponer que la barriada es la gran forma de acomodo a la capital del migrante provinciano. En ese sentido, no es solo la respuesta a un problema de falta de vivienda sino mucho más que eso, es el Otro Perú que se hace presente y reclama pertenencia, ciudadanía, reconocimiento.   
Su peculiaridad es que ha recreado en su seno al mundo de la comunidad andina que se expresa en la presencia de rasgos como la reciprocidad y ayuda mutua en el trabajo y en la vida social (minga y ayni), y el autogobierno (kamachicoc) basado en la participación de todos los adultos en las decisiones como ocurría en el ayllu.  
Este tejido social es el que le da fuerza para levantarse ante el Estado y demandar la atención a sus necesidades. Tal como lo hicieron hace décadas sus antecesores, estos pobladores de las nuevas barriadas seguramente también pronto bloquearán las pistas y marcharán por las calles para reclamar agua y luz para sus viviendas y educación para sus hijos.
Es decir, en mi opinión, la barriada es la forma de articulación del poblador desposeído y el Estado, todo un fenómeno original en América Latina solo explicado por la presencia histórica de la comunidad andina en la nueva realidad urbana, algo que los antropólogos europeos llaman “el poder de la cultura”. Ninguno de los gobiernos del siglo XXI ha logrado asimilar este desborde. Por ello, mientras sus hermanas mayores, las barriadas originales, crecen y se convierten en emporios (como el caso de Los Olivos), en los próximos años seguiremos viendo una nueva barriada cada día. 
TIA MARÍA
El proyecto Tía María es muy importante para el país. Por ello, es fundamental que los científicos sociales ayudemos a entender el conflicto en toda su dimensión. Para mí es un ejemplo vivo de lo que he llamado desborde popular. Con apoyo de un colaborador, propongo algunas claves de este drama.
Primer acto: Incomprensión de la realidad. Como todo valle costeño, el del río Tambo tiene tres sectores muy bien diferenciados: el bajo, formado por agricultores independientes; el medio, formado por los obreros de la Central Azucarera Chucarapi; y el alto, formado por campesinos. El sector bajo corresponde a los distritos de Deán Valdivia y Punta de Bombón, con 12 mil pobladores; mientras que el medio y alto corresponde al distrito de Cocachacra, con 10 mil pobladores.
Una consultora extranjera elabora el diagnóstico y trata a todos como si fueran una realidad homogénea. Como consecuencia, la negociación del estudio de impacto ambiental (EIA) se hace con los pobladores del sector bajo, sin tomar en cuenta al medio y al alto, que son las zonas de influencia directa del proyecto minero. Conclusión: sector alto y sector medio excluidos pese a ser tan numerosos como el sector bajo.
Segundo acto: Error empresarial. En diciembre del 2013, la empresa interesada lleva a cabo la audiencia pública que manda la ley y, conocedora de la resistencia del sector bajo, trae desde Arequipa a un centenar de jóvenes estudiantes que sustituyen a los agricultores. En 30 minutos exponen el EIA de 300 páginas y “absuelven” las 138 observaciones formuladas por la Oficina de Proyectos de las Naciones Unidas. Conclusión: sector bajo también excluido del conocimiento del proyecto.
Como era lógico de esperar, en ese momento nace la protesta. 
Tercer acto: Miopía del gobierno. Ajeno a estas dos realidades, en abril de este año el actual primer ministro visita Mollendo y demanda “orden”. Inmediatamente se desata la violencia. Si de verdad quería poner orden, hubiese sido más aconsejable no viajar a Mollendo y a cambio ir a la avenida Las Artes de San Borja para sancionar a los funcionarios del Ministerio de Energía y Minas que se prestaron al despropósito de no cumplir la ley en la audiencia de aprobación del EIA. 
Además, el Ejecutivo forma una comisión con cuatro respetables técnicos, ministros de Estado, para negociar con los dirigentes opositores del proyecto. El supuesto implícito es que el problema es técnico y no político o social. Los opositores se dan el lujo de desairar a los ministros, a la presidenta del Congreso y a la gobernadora regional. Un incidente inadmisible que me hizo recordar que en el 2004, en el Caso Ilave, Luis Thais hizo llevar a Puno a los dirigentes renuentes en patrullero y luego de hablar con ellos se fue solo sin policía a la plaza de Ilave, donde saludó en aimara a la población e inició el diálogo. Una mezcla de firmeza y apertura democrática que ahora se hizo extrañar.
Conclusión: la protesta, lejos de aplacarse, se encrespa hasta hacerse inmanejable.
Luego nadie supo qué hacer. Los opositores extreman su violencia para provocar un muerto más y lo logran. El gobierno apuesta por la militarización. La empresa no sabe si continuar o paralizar el proyecto.
Colofón. Este resumido balance nos arroja tres factores claves: 1°. El punto de partida de la empresa estuvo errado; 2°. Debido a ello, en la negociación no están todos los actores sociales que deberían estar; y 3°. Quienes deben negociar políticamente por el gobierno no han sabido hacerlo bien.
¿Todo está perdido o hay salidas viables y racionales? Considero que sí las hay.
Primero, el gobierno debe reconocer que este no es un problema técnico, que no se trata de ofrecer una obra de agua potable a un alcalde o de encarcelar a un extremista. Eso no resuelve el resentimiento histórico del valle con la empresa ni crea condiciones sostenibles para la inversión. La mejor solución sería designar a un alto comisionado, cercano a la Presidencia de la República, que dirija un nuevo proceso y realice ofertas y establezca compromisos políticos.
Segundo, en lugar de negociar con solo una parte del valle, debería incluirse a las organizaciones de los sectores medio y alto que también tienen algo que decir y que han estado al margen de este conflicto. Nótese que la violencia se ha producido del puente Pampa Blanca para abajo, en solo un tercio del valle, y entre Mollendo y Matarani la zona más lejana del proyecto.
Por último, si la empresa desea convivir en el largo plazo con el valle, debería comprometerse a apoyar un proyecto de desarrollo microrregional a 20 años. Si así lo hiciese, ¿alguien se opondría? 


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