He leído en los antiguos escritos de los árabes, padres
venerados, que Abdala el sarraceno, interrogado acerca
de cuál era a sus ojos el espectáculo más maravilloso
en esta escena del mundo, había respondido que nada
veía más espléndido que el hombre. Con esta
afirmación coincide aquella famosa de Hermes: «Gran
milagro, oh Asclepio, es el hombre».
Sin embargo, al meditar sobre el significado de estas
afirmaciones, no me parecieron del todo persuasivas
las múltiples razones que son aducidas a propósito de
la grandeza humana; que el hombre, familiar de las
criaturas superiores y soberano de las inferiores, es el
vínculo entre ellas; que por la agudeza de los sentidos,
por el poder indagador de la razón y por la luz del
intelecto, es intérprete de la naturaleza; que,
intermediario entre el tiempo y la eternidad es (como
dicen los persas) cópula y también connubio de todos
los seres del mundo y, según testimonio de David, poco
inferior a los ángeles. Cosas grandes, sin duda, pero
no tanto como para que el hombre reivindique el
4 Ensayos para pensar
privilegio de una admiración ilimitada. Porque en
efecto, ¿no deberemos admirar más a los propios
ángeles y a los beatísimos coros del cielo?
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