LLAMADOS A SER UN PUEBLO PROFETICO
Los acontecimientos del 11 de septiembre, que superaron las películas de Alfred Hitchcock y dejaron atrás a la ciencia-ficción más horrenda, nos llaman a reflexionar seriamente sobre el futuro de nuestra civilización y la presencia y testimonio de la iglesia en este mundo radicalmente nuevo. Sin embargo, ese nuevo mundo tampoco comenzó el 11 de setiembre. Para quienes estaban leyendo las señales de los tiempos, hace años era evidente que estamos viviendo un período de transición histórica sin paralelo desde la época de la Reforma en el siglo XVI.
Nuestra tesis en estas conferencias es que la iglesia del Señor está llamada siempre a tener una presencia profética en el mundo, y más que nunca en tiempos tan críticos y decisivos como los nuestros.
Si vamos a hablar de una iglesia profética, debemos aclarar bien el concepto bíblico de “profecía” y "profético". Hay una confusión casi universal sobre el sentido de estos términos. La gran mayoría entiende “profecía” como sinónimo de predicción o vaticinio, en el sentido exclusivo de su elemento predictivo. Esa definición se deriva de la cultura secular (los oráculos griegos, la Sibila, las "profecías" de Nostradamus) o hasta del ocultismo (videntes o "profetas" sensacionales que pretenden anunciar cosas secretas).
El problema con esta definición popular es que toma un solo aspecto, y no el definitivo o más importante, y lo confunde con toda la realidad del profetismo. No cabe duda de que Dios puede revelar a sus profetas acontecimientos futuros, y lo ha hecho. Es evidente que eso es un aspecto de los libros proféticos de la Biblia. Pero eso no es la esencia de la profecía. Como puede haber "predicciones" del futuro (hasta acertadas) que no son profecía, puede haber también profecía sin que sea predictiva. Si limitamos la profecía a sólo su parte predictiva, desde esa parte aislada y distorsionada, terminaremos malentendiendo todo lo que es la profecía en sentido bíblico.
Douglas Stuart señala que cuando los profetas anunciaban el futuro, "era usualmente el futuro inmediato de Israel, Judá y otras naciones vecinas; no nuestro futuro" (Eficaz 148). Afirma además que "Menos del 2 por ciento de las profecías del Antiguo Testament son mesiánicas; menos del 5 por ciento describen específicamente la edad del Nuevo Pacto y menos de 1 por ciento se refieren a sucesos que todavía están por ocurrir" (p.147)
Es evidente también que "Los Profetas Anteriores" del canon hebreo (de Josué hasta 2 Reyes) no se caracterizaban por predecir lo futuro ni se consideraban "proféticos" por esa razón. La primera persona llamada "profeta" en la Biblia es Abraham (Gén 20.7) y el pionero y prototipo de toda la profecía es Moisés (Dt 18.15-22; cf. Hch 3.22s; 7.37; también María, Ex 15.20). Ellos, así como también Samuel, Elías, Eliseo y muchos otros profetas, no solían anunciar acontecimientos futuros; no eran profetas porque vaticinaban. De igual manera, ningún libro era "profético" por razón de su elemento predictivo, ni todos los libros proféticos tenían necesariamente que "profetizar" el futuro.
Un hecho muchas veces olvidado es que el fundador y modelo de la "línea profética" en Israel fue, precisamente, Moisés. ¿Y por qué fue profeta Moisés? No porque vaticinara eventos futuros sino porque Dios habló por su medio al pueblo de Israel. Varios pasajes revelan el verdadero sentido y base del carácter profético de Moisés:
¿No conozco yo a tu hermano Aarón, levita, y que él habla bien?...Tu hablarás a él y pondrás en su boca las palabras, y yo estaré con tu boca y con la suya, y os enseñaré lo que hayáis de hacer (Ex 4.14s).
Mira, yo te he constituido dios para Faraón, y tu hermano Aarón será tu profeta. Tu dirás todas las cosas que yo te mande, y tu hermano Aarón hablará a Faraón... (Ex 7.1s).
Y hablaba Jehová a Moisés cara a cara, como hablaba cualquiera a su compañero (Ex 33.11).
Aquí encontramos la esencia misma de la profecía: Moisés estaba llamado a estar en la presencia de Dios y escuchar su voz. Dios le mostraría lo que tanto él como el pueblo deberían hacer (Ex 4.14a). Moisés como portavoz de Dios hablaría a Aaron, quien sería como "profeta" de Moisés para hablar con Faraón. El profeta primero se hace presente ante Dios, y después ante el pueblo. Es un vocero de Dios, que escucha su voluntad y la comunica al pueblo (Dt 5.25-33). El profeta es un mediador entre Dios y el pueblo (Eficaz 148s).
Como profeta de Dios, Moisés transmitió al pueblo la ley fundamental del pacto del Señor. La función esencial de todo profeta en Israel era la de llamar al pueblo a cumplir esa alianza, cuyas condiciones, bendiciones y represalias comunicó Moisés al pueblo (Lev 26.1-13; Deut 28). Gran parte de la profecía predictiva era el anuncio del cumplimiento de esos mismos términos del pacto sobre el pueblo: ante la obediencia Dios dará fertilidad, buenas cosechas, salud, prosperidad y seguridad (Amós 9.11-15); ante la desobediencia Dios responderá con plagas, epidemias, destrucción (Os 8.14), deportación (Os 9.3) y otros castigos (Eficaz 150). Por eso, las profecías pre-exílicas (siglos VIII a inicios de VI), cuando el pueblo estaba en mucho pecado, se concentran en amonestaciones de un pronto juicio. En cambio, las profecías durante y después del exilio (después de 722/587 a.C.), cuando el pueblo ya había sido castigado, dan su mayor énfasis a la esperanza, en los términos básicos de las bendiciones del pacto.
Muchos pasajes, sin embargo, no incluyen ningún anuncio, ni aun para el futuro cercano, mientras otros se extienden hacia un lejano horizonte escatológico. Sean pasajes puramente didácticos, o sean predictivos de un futuro inmediato o de un futuro lejano, siempre se orientan desde la perspectiva de las realidades presentes del pueblo de Dios, no desde alguna perspectiva especulativa de realidades aún no existentes. Y esa dimensión predictiva, cuando está presente, aparece en función del motivo central del profetismo: el cumplimiento del pacto de Dios con Israel y todas las naciones (Eficaz 149).
W. E. Vine (p.190) concluye, muy acertadamente, que "la profecía es mucho más que el vaticinio de eventos futuros. En realidad, la preocupación primordial del profeta es hablar la Palabra de Dios al pueblo de su tiempo, llamándoles a volver a la fidelidad al pacto".
Eso implica una manera distinta de entender los términos “profecía” y “cumplimiento”, al estilo bíblico. De los muchos textos antiguotestamentarios citados como cumplidos en Jesús, pocos tienen carácter estrictamente profético-predictivo. A veces, especialmente en el evangelio según Mateo (donde aun aparecen con alguna de las "fórmulas de cumplimiento" que tanto usa ese autor), de hecho no señalan más que paralelismos entre un episodio antiguo y otro en la vida de Jesús. Estos pasajes emplean el relato antiguo en forma descriptiva para dar énfasis a alguna enseñaza o para indicar las continuidades básicas de la historia de la salvación (túpoi, I Cor 10.6), sin verlo necesariamente como predicción (cf. Mt 2.15;17,23; 4.14; 8.17).
Estrictamente, según nuestra moderna manera de entender "profecía" y "cumplimiento", un acontecimiento puede considerarse el cumplimiento de una profecía predictiva sólo si están presentes dos condiciones: (1) el pasaje del AT debe ser claramente predictivo, en una forma en que lo hubieran entendido así en los siglos antes de Jesús y (2) el autor del NT también debe plantearlo como un cumplimiento explícito, en los mismos detalles específicos del pasaje original. Pero eso no es típico del Nuevo Testamento. La forma tan libre y flexible en que los autores novotestamentarios utilizan el esquema de "promesa" y "cumplimiento" corresponde más bien al pensamiento bíblico y el sentido hebreo de la profecía.
Por eso, sería un grave error suponer que “profetizar” consistiera esencialmente en predecir el futuro. Bíblicamente, los profetas suelen morir asesinados, pero a nadie se le asesina por predecir el futuro, sino por denunciar el pecado y la injusticia. Aunque el mensaje de los profetas a veces incluía realidades futuras que Dios les revelaba, ser profeta era (y es) muchísimo más que ser vaticinador. El profeta es alguien que sirve de canal de comunicación entre Dios y los seres humanos. En hebreo su título más común, NaBîA (Gn 20.7), probablemente significaba “uno que ha sido llamado” (Albright) pero también “uno que llama”, alguien que habla y actúa de parte de Dios. Se llama también “vidente” (JoZôH, 1Cr 9.22; 21.9), especialmente en I y II Crónicas. El profeta es un visionario, uno que ve realidades que otros no ven, que ve todo como Dios lo ve. También se llama “varón de Dios”, alguien (hombre o mujer; Ex 15.20-21) que pertenece al Señor y vive muy cerca de Dios (1 R. 17.1).
Podemos encontrar un perfil del testimonio profético en el llamamiento del profeta Jeremías, que está detrás de la comisión profética de Juan en Apoc 10. El profeta sabe que Dios lo ha separado desde antes de nacer como mensajero suyo a todas las naciones (Jer 1.5). Cuando protesta su juventud y su poca elocuencia, Dios le responde, “vas a decir todo lo que yo te ordene. No le temas a nadie, que yo estoy contigo para librarte.” Entonces Dios extendió la mano y tocó su boca, diciéndole “He puesto en tu boca mis palabras. Mira, hoy te doy autoridad sobre las naciones” para arrancar y derribar, destruir y demoler, construir y plantar (1.10; cf. 18.7-9; 26.12; Dt 18.18). El Señor ruge desde lo alto y manda a Jeremías profetizar (25:30). Igual que el llamado de Juan, la vocación de Jeremías es altamente política e internacional (Jer 1.5; Ap 10.11).
La iglesia es profética por naturaleza
El profeta Joel anunció que en los tiempos mesiánicos Dios derramaría el Espíritu de los antiguos profetas sobre todos los miembros de la comunidad (2.28-29):
Después de esto,
derramaré mi Espíritu sobre todo el género humano.
Los hijos y las hijas de ustedes profetizarán,
tendrán sueños los ancianos,
y visiones los jóvenes.
En esos días derramaré mi Espíritu
aun sobre los siervos y las siervas.
En el Antiguo Testamento, el Espíritu de Dios sólo se impartía a ciertos individuos escogidos (sobre el Siervo Sufriente, Is 42.1; cf. 11.2; sobre David, 1 Sm 16.13, etc), no a todo el pueblo. Joel promete que cuando llegue el día del Señor (1.15, 25-28; 2.2, 10-11, 30-31), Dios dará su Espíritu a todos, sin distinción de edad (hijos, jóvenes, ancianos), sexo (hijas, siervas), ni condición socioeconómica (siervos, siervas). El Espíritu se dará en plenitud aun a los menos aventajados o calificados para tan grande don. El verbo “derramar”, repetido dos veces, indica una efusión abundante del Espíritu (Is 32.15; 44.3; Ez 39.29; Zac 12.10). Del contexto es evidente que la promesa tiene relación especial con el don profético. ¡En el reino mesiánico, todo el pueblo de Dios será portador del Espíritu de los profetas!
Esta promesa puede verse como la realización del anhelo de Moisés, cuando deseó que todo el pueblo fuera profeta (Nm 11.25-29). Lejos de ser un caso aislado, esta efusión del Espíritu sobre todo el pueblo es central al nuevo pacto prometido por Jeremías y Ezequiel. Dios dará un nuevo espíritu a todos (Ez 11:19;36.26-27), porque pondrá su propio espíritu en cada uno (Ez 37.14; cf. Is 59.21). La fuerza interior del Espíritu escribirá la ley de Dios en los corazones de todos, transformando corazones de piedra en corazones de carne (Ez 11.19; 36.26-27). En las palabras de Jeremías 31.33, 34,
Este es el pacto que después de aquel tiempo haré con el pueblo de Israel – afirma el Señor – Pondré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón...Ya no tendrá nadie que enseñar a su prójimo, ni dirá nadie a su hermano, “¡Conoce al Señor!”, porque todos, desde el más pequeño hasta el más grande, me conocerán.
Esta promesa (citado en Hebreos 10:16) afirma, igual que Joel 2, el carácter profético de todo el pueblo mesiánico del Señor. El derramamiento del Espíritu sobre toda la comunidad será tan abundante y tan transformador que el conocimiento de Dios fluirá espontáneamente en todos (Jl 2.28-29; cf. Dn 1.17; 2.19,28). Dios promete aquí que su Espíritu transmitirá a todos el don profético.
En el día de Pentecostés, Pedro afirma explícitamente, con toda claridad, que esta promesa ya se cumplió. En el cuerpo de Cristo ya no quedan discriminaciones (Gal 3.28); el Espíritu es derramado copiosamente sobre mujeres y varones, viejos y jóvenes, esclavos y libres, judíos y gentiles (Hch 2:39). “Todos fueron llenos del Espíritu Santo”, nos dice Hechos 2.4, y “todos comenzaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse”. Ahora en Cristo se cumple el antiguo sueño de Moisés: desde el Pentecostés, todo el pueblo es portador del Espíritu de los profetas (Nm 11.25-29).
El sermón pentecostal de Pedro, como constituyente para la iglesia que nace, puede compararse con el sermón inaugural de Cristo en Nazaret (Lc 4.16-20). El Pentecostés marca programáticamente la naturaleza y la misión de la nueva comunidad como cuerpo de Cristo. Desde el Pentecostés, la iglesia es profética por naturaleza. Un testimonio no-profético no puede ser un fiel testimonio cristiano. El día de Pentecostés significa que para siempre la iglesia habrá de ser pentecostal y profética.
¡Todos debemos ser pentecostales!
(como lo describe Hechos 2)
El día de Pentecostés es el paradigma para la iglesia de todos los siglos. En él, Dios marcó a la iglesia para siempre con su carácter carismático, bíblico, y profético. Tan importante era ese día, que Cristo ordenó a sus discípulos quedarse sentados en Jerusalén hasta que no se cumpliera (Lc 14.49, kathísate). La misión no pudo iniciarse sin el don pentecostal. La iglesia es iglesia porque es pentecostal. Es fiel a su naturaleza y misión sólo cuando es fiel a su origen en el Pentecostés.
El capítulo dos de los Hechos nos enseña un pentecostalismo integral. El derramamiento del Espíritu (2.1-13), va acompañado por una clara exposición de la Palabra de Dios (2.14-36), que resulta en muchas conversiones (2.37-41) y una comunidad radicalmente transformada (2.42-47). El Pentecostés comenzó, pero no terminó, con el don de lenguas. Mucho más que la impresión del fenómeno de las lenguas, el secreto de su poder fue la fuerza de la Palabra y la práctica evangélica que ésta inspiró. Si hubiera sido lenguas y nada más, no hubiera sido Pentecostés.
El Pentecostés nos enseña que la iglesia vive de los dones del Espíritu, entre ellos el de las lenguas. Las lenguas en ese momento eran una señal, apropiada para la ocasión, del derramamiento inicial del Espíritu sobre la iglesia, cuando "todos fueron llenos del Espíritu Santo" (2.4). El Espíritu es la vida común del cuerpo de Cristo y distribuye sus abundantes dones a todos los miembros, "repartiendo a cada uno como él quiere" (1 Cor 12.7-13). Sin esos dones, la iglesia no puede vivir ni cumplir su misión en la tierra.
El don de lenguas en Hechos 2 reviste un claro sentido misionero y evangelístico. Es importante notar que a diferencia de Corinto, donde las lenguas eran extáticas e ininteligibles (1 Co 13.1; 14.2), en Hechos 2 el don consistía en idiomas humanos, de todas las naciones identificados en 2.9-11. El texto nos cuenta que cada uno oía a los apóstoles "en nuestro propio dialécto" (2.5, dialékto) , "en nuestra lengua en la que hemos nacido" (2.8, cf. 2.11). Por otra parte, Pedro les predicó en alguna lengua común (a lo mejor, su mal griego, con fuerte acento galileo) y la multitud lo pudo entender. Su comunicación fue tan eficaz que tres mil personas se convirtieron. Los galileos eran famosos por pronunciar mal su propio idioma (Mr 14.70). Sin embargo, en el día de Pentecostés el Espíritu capacitó a esos galileos para glorificar a Dios en muchos idiomas extranjeros y bendijo al mal griego de Pedro con enviables resultados evangelísticos.
El contraste llama la atención. Por una parte, unos galileos, "sin letras y del vulgo" (Hch 4.11), lucen por un momento como brillantes lingüístas, pero a continuación Dios bendice el griego deficiente de Pedro para una evangelización impresionante. Entonces, ¿para qué ese previo don de lenguas?
El testimonio misionero de la iglesia, aun antes del sermón de Pedro, se inició cuando los apóstoles proclamaron "las maravillas de Dios" en los idiomas de todas las naciones presentes (2.11). Parece que en la sabiduría de Dios, los gentiles tenían que escuchar el evangelio primero en los acentos auténticos de su propia cultura y en su lengua materna. Ningún idioma, ni el hebreo ni el griego ni el latín, debe considerarse el idioma oficial del evangelio. Cuando el evangelio llega a un pueblo, la única cultura a que pertenece debe ser la misma cultura del pueblo que recibe el mensaje. El evangelio se encarna con fidelidad en la auténtica idiosincracia de cada pueblo. Por eso, ser pentecostal significa ser contextual y autóctono. Imponer algún lenguaje extraño o patrones cultures extranjeros es anti-pentecostal.
A las experiencias carismáticas ha de seguir la exposición de la Palabra (2.14-36), la proclamación del evangelio para la conversión de las personas (2.37-40). La predicación bíblica de Pedro no era menos pentecostal y carismática que los anteriores fenómenos de glosolalia. Aunque Pedro no tuvo oportunidad para preparar su sermón, escogió muy acertadamente sus textos del Antiguo Testamento: Joel 2.28-32 junto con Salmos 16.8-11 y 110.1. En realidad, este mensaje de Pedro muestra las características de un buen sermón expositivo. Como respuesta a una situación no anticipada, comienza contextualmente (2.14-15). Se basa sólidamente en apropriados textos bíblicos. Aunque su ocasión fue el derramamiento del Espíritu y el don de lenguas, al fin no es un sermón sobre lenguas, ni aun sobre el Espíritu Santo, sino sobre Cristo (2.22-35), que interpreta los fenómenos carismáticos cristológicamente (2:33). El sermón concluye con una afirmación contundente del señorío de Cristo (2:35). La Palabra predicada fue tan poderosa que los oyentes clamaron arrepentidos, "¿qué haremos?" (2.37), con lo que Pedro extendió una iinvitación evangelístic (2.38-40) y tres mil se convierton (2.41).
Sin predicación bíblica, que expone cuidadosamente el sentido fiel de las escrituras, como lo hizo Pedro, no se es pentecostal. Demasiadas veces, en nuestros días, la "celebración" y las experiencias sensacionales desplazan la fiel exposición bíblica.. No fue así en el día de Pentecostés. Ser pentecostal, según el capítulo dos de los Hechos, significa "perseverar en la doctrina" (2.42) y edificar bíblicamente a la congregación con sólida predicación expositiva. La predicación bíblica es un elemento esencial de la pentecostalidad.
El final del capítulo nos presenta un tercer elemento esencial de la pentecostalidad: una comunidad radical que practica la fe hasta las últimas consecuencias (2.42-17). En la nueva comunidad de fe, perseveraron en la doctrina, la comunión, el pan compartido y la oración (2.42). Era una comunidad integral y balanceada. Tenían favor con el pueblo (2.47) pero, a la vez, las maravillas y señales en la comunidad provocaban temor y respeto (2.43; c f. . Y lo más sorprendente, y la mayor prueba de auténtica pentecostalidad: tenían todas las cosas en comun (2.44) "y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía" (4:32). Hasta vendían sus propiedades para financiar los proyectos sociales de la comunidad (2.45; cf. 4.32-37).
La mayor prueba de la autenticidad de lo que pasó el día de Pentecostés, fue lo que pasó el día después del Pentecostés. Los recién convertidos recibieron el Espíritu (2:38) y en seguida practicaron la justicia social y económica, como manda la palabra de Dios. El proyecto pentecostal incluyó un programa de comedores populares (6.1).
Algunos pensadores judíos relacionaban el día de Pentecostés con el año de Jubileo (Lev 25) en que Israel había de repartir equitativamente toda la tierra. El Jubileo era el año cincuenta y el Pentecostés era el día cincuenta, por lo que correspondía dentro del año a lo que era el Jubileo en el siglo. Además, en un pasaje claramente "jubilar", el profeta anunció el don del Espíritu y buenas nuevas para los pobres en el "año agradable del Señor" (Isa 61.1-3). Jesús aplicó este mismo pasaje, en el mismo sentido, en su sermón inaugural en Nazaret (Lc 4.16-21; cf. 7.18-23). En el Pentecostés, el Espíritu Santo vino sobre la iglesia, nuevo cuerpo de Cristo, y en seguida la práctica del evangelio, en el poder del Espíritu, trajo "buenas nuevas para los pobres".
El tercer momento del Pentecostés, según el capítulo dos de los Hechos, es una comunidad radical que practica el evangelio sin reservas, conforme al modelo del año de Jubileo. Sin eso no se es pentecostal, por muchas lenguas que hablan. ¡Sin Jubileo económico, no hay Pentecostés!
Debe ser imposible para un cristiano ser anti-pentecostal, en el significado bíblico de ese magno acontecimiento. Pero tampoco se debe permitir que el hermoso título de "pentecostal" se límite a uno sólo de los aspectos del día de Pentecostés o a una sola corriente dentro del cristianismo evangélico. ¡Pentecostales somos todos!
La iglesia es pentecostal y profética,
o no está siendo iglesia
Cuentan que un evangelista decía una vez que no tocaba los problemas políticos porque “Dios me llamó al ministerio evangelístico, no profético”. Al contrario, Dios ha llamado a toda la iglesia y a cada creyente a una presencia profética en medio del mundo. La iglesia, como dicen Arens y Díaz Mateos (2000:288), es una comunidad de profetas y testigos. Dios encargó a Ezequiel a profetizar de tal manera que, aunque el pueblo no creyera, “al menos sabrán que entre ellos hay un profeta” (Ez 2:5). Donde está la iglesia, la gente debe darse cuenta de una presencia profética en su medio.
Es cierto que el Nuevo Testamento enseña también una vocación personal de algunos creyentes al oficio profético (Ef 4.11), y afirma que no todos son profetas, igual que no todos son apóstoles ni maestros (1 Cor 12.29). A estos profetas Dios puede dar revelaciones directas para la iglesia (1 Cor 14:29-31). Siempre que se dan tales revelaciones en el culto, la congregacion entera, en cuanto comunidad también profética, las ha de juzgar (14.29). Igual que los profetas del Antiguo Testamento, estos profetas traen un mensaje directo de Dios (no necesariamente predictivo) para el pueblo de Dios. La vocación específica de ellos es una expresión más concentrada del carácter profético de toda la comunidad.
Apocalipsis 10.1--11.13 es un interludio entre la sexta trompeta y la séptima, sobre la misión profética de la iglesia en tiempos de crisis y tribulación. Se dedica primero a la misión profética de Juan mismo, como uno de esos profetas "de oficio" (10.1-11.2). Juan tiene que comerse el librito que está en manos del poderoso ángel (10.8-10; cf. Ezeq 2.9-3.3), con lo cual Dios le renueva su comisión a "profetizar "sobre muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes" (10.11). La segunda mitad del interludio (11.3-13) trata del testimonio profético de la iglesia entera, representada por los dos testigos, cuyo poder no se basa en soplar fuego sino en morir y resucitar con Cristo. Hay un amplio consenso entre los comentaristas que ellos representan el testimonio profético de toda la comunidad.
Igual que Juan y los dos testigos, la iglesia hoy está llamada a profetizar sobre las naciones y gobernantes de nuesto tiempo (Apoc 10.11; 11.3-13), aunque eso signifique atormentar al mundo entero (11:10) y hasta entregar nuestras vidas en martirio (11:7-10). Una iglesia que calla ante la corrupción y la injusticia, que no molesta a nadie sino que busca quedar bien con todos, es una iglesia infiel y cobarde. Y en primera fila de los que no entrarán al reino de Dios, según el Apocalipsis, están los cobardes (Apoc 21.8).
La tarea profética toma la forma de palabra y acción. Los antiguos profetas generalmente acompañaban su palabra de denuncia y anuncio con gestos simbólicos también proféticos. Esas acciones proféticas a veces eran preformativas para hacer realizarse la profecía, y en otros casos funcionaban como parábolas que aclaraban su mensaje. El profeta Juan realizó una acción simbólica antes de recibir su mandato de profetizar (10.10, comió el rollo) y en seguida es ordenado a realizar otra (medir el santuario, 11.1-2). En cambio, el ministerio de los dos testigos (11.3-13) parece ser de pura acción profética, pues no pronuncian ni una palabra en todo el relato. La profecía siempre debe mantener esta correlación de palabra y acción. Como dice la canción, “no basta orar”, ni basta solamente la profecía verbal sin acción profética (ora et labora; “a Dios orando y con el mazo dando”
El pueblo de Dios está llamado a ser una comunidad pentecostal, carismática y profética. ¿Está la iglesia evangélica, en América Latina hoy, dispuesta a asumir este reto? Que Dios nos ayude a ser fieles y valientes, con esa presencia profética que nos exige su Palabra, como también nuestro momento histórico.
BIBLIOGRAFIA
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Fee, Gordon y Douglas Stuart, La lectura eficaz de la Biblia (Miami: Editorial Vida, 1985)
Rofé, Alexander, "Jeremiah" en HarperCollins Bible Dictionary, Paul J. Achtemeier ed (HarperSanFrancisco 1996), 490-492.
Stam, Juan, Apocalipsis y Profecía (Buenos Aires: Kairós, 1998).
Stam, Juan, Apocalipsis (Buenos Aires: Kairós, 1999).
Vine, W.E,, Vine's Complete Expository Dictionary of Old and New Testament Words (Nashville: Thomas Nelson, 1985)
) En ese sentido, Mat 2.6 puede considerarse el cumplimiento de Miq 5.2, pero es más difícil ver lo mismo en Mat 2.15 (Os 11.1) y 2.17 (Jer 31.13), e imposible en 2:23 (ningún texto predijo que Jesús viviría en Nazaret).
) Este proyecto de asistencia a los pobres de Jerusalén fue muy importante en la fase final de la misión de San Pablo (Ro 15.26; 1 Cor 16.1-4; 2 Cor8-9; Hech 20.22-25; 21.11; cf. Gal 2.10).
) En el Apocalipsis, "testigo" (mártus) suele sugerir martirio (1.5; 2.13). El testimonio profético de los dos testigos consiste sobre todo en su muerte, vituperio y resurrección. Véanse los comentario, y Stam, "Los dos testigos: una parábola del Apocalipsis".