De todas las religiones, la cristiana es, sin duda, la que debe
inspirar la mayor tolerancia, aunque hasta ahora los cristianos han sido los
más intolerantes de todos los hombres. (Voltaire)
Y si hay un Dios, creo que es muy poco probable que Él se sienta ofendido
por los que dudan de su existencia. (Bertrand Russell)
En
cierta ocasión, uno de nuestros amables lectores nos escribió por correo
privado preguntándonos abiertamente por qué no redactábamos para Lupa Protestante una reflexión contra el
ateísmo. Así, con estas palabras. Aunque ya ha transcurrido algún tiempo desde
que recibiéramos aquella misiva, la verdad es que la idea nos ha venido
rondando durante más de un año, sin que encontráramos el momento adecuado para
plasmar por escrito nuestro pensamiento acerca de este asunto.
La
cuestión no es fácil. Para ser honestos, ni siquiera creemos en la existencia
de los ateos. Antes aceptamos con mayor facilidad que vivan seres
extraterrestres de múltiples formas y colores en las lunas de Júpiter o en los
planetas de más allá de Saturno. Pero ateos, lo que se dice ateos en su sentido más etimológico o más
absoluto de la palabra, no pensamos que existan en realidad.
Y no por lo que afirman los
salmos 14 y 53 en su primer versículo (Dice el necio en su corazón: No hay Dios. RVR60),
sino por una doble constatación de hecho: por un lado, conversaciones
mantenidas en diversos momentos de nuestra vida con distintas personas que
afirmaban su ateísmo más o menos militante, pero que en realidad profesaban otro
tipo de ideología; y por el otro, declaraciones escritas y publicadas de
grandes ateos clásicos, de esos que aparecen en libros de filosofía o de
ciencias naturales, y que al final resultaban no serlo tanto como ellos mismos
habían dado a entender. En resumen, que no podemos escribir en contra (¡vaya
una expresión!) de algo cuya existencia ponemos muy en duda, ya de entrada.
Supondría un contrasentido, una contradictio in terminis, como gustan de decir los que
saben mucho latín.
Ahora
bien, tampoco podemos cerrar los ojos a una realidad que está en la calle, con
la que nos topamos día a día, y que es un tipo de ateísmo —que algunos
preferirán sin duda tildar más bien de agnosticismo, de incredulidad o de
cualquier otro nombre no tan extremo—, no teórico, sino práctico. La realidad
de quienes creer, lo que se dice creer, pueden llegar a creer que algo hay o que algo existe más
allá de lo que percibimos en este mundo, pero no les quita demasiado el sueño.
Y por encima de todo,
manifiestan una abierta hostilidad, expresada de maneras más o menos
contundentes, frente a las entidades religiosas, las iglesias especialmente, a
las que acusan de forma inmisericorde de ser las culpables de gran número de
sucesos desgraciados y situaciones terribles por las que han atravesado
individuos y sociedades en nuestro entorno cultural de Occidente, y a las que
señalan sin pestañear como causantes de estados de ignorancia e incultura
generalizados que les han resultado harto rentables.
Ante todo ello, lo que no
podemos hacer, en conciencia, es mirar para otro lado y conformarnos con decir que están
equivocados, que exageran, que mienten, que van dirigidos por ideologías
diabólicas o que forman parte de un entramado demoníaco cuya finalidad es
perseguir al pueblo de Dios, por lo cual más vale no tener nada que ver con
ellos, ni de lejos.
En aras
de esa franqueza que debe caracterizarnos en tanto que cristianos, hemos de
admitir que quienes lanzan tantas acusaciones contra las iglesias, o contra la
iglesia entendida como el conjunto de los creyentes, no están demasiado lejos
de la verdad. O si lo preferimos, que no mienten, por desgracia. Y algo muy
importante: que no es sólouna iglesia en exclusiva la catalizadora de
todos esos males y esas desgracias, sino que todas, en
mayor o menor medida, tienen su parte de culpa.
Si en nuestros países de
cultura latina y tradición católica la Iglesia de Roma ha estado
permanentemente aliada con poderes políticos tiránicos y ha contribuido al
empobrecimiento y la ignorancia de amplios sectores de la población, en otros
países de otras culturas y tradiciones también se encuentran iglesias de rango
nacional a las que se puede acusar —y de hecho se acusa— de cosas parecidas.
Y, para que nadie se quede sin
su porción correspondiente, a las iglesias, denominaciones, grupos o
movimientos religiosos que no entran en tal categoría, de igual manera se los
señala como fuente de oscurantismo, cuando no como negocios fraudulentos o
culpables de actividades claramente delictivas.
En pocas palabras, todo un desafío para los creyentes cristianos
comprometidos, un verdadero reto constante e ineludible. La pregunta brota con
toda su fuerza: ¿qué se puede hacer?
Las
citas de los dos ilustres pensadores con las que encabezamos esta reflexión nos
llamaron poderosamente la atención en su día, cuando las leímos por primera
vez; no lo podemos negar. No es porque sí que las hemos colocado precisamente
ahí. Para ser sinceros, no creemos que frente a este ateísmo práctico que
detectamos en tan amplios sectores de nuestra sociedad occidental hodierna la
solución consista en comenzar por una dura y áspera diatriba acerca de la
existencia de Dios al estilo de las famosas Quinque Viæ de Santo Tomás de Aquino o del Argumento Ontológico de San Anselmo de Cantérbury.
Ni siquiera creemos que nuestro
diálogo con quienes piensan de esa manera deba iniciarse con una apasionada
apología de la inerrancia bíblica o un ataque frontal contra el evolucionismo a
base de textos del libro del Génesis. Nuestra sociedad actual, tan impregnada
de filosofía humanista en todos los aspectos, y tan concienciada acerca de las
necesidades humanas fundamentales, no puede abordar ciertos temas sin una
reflexión previa que ha llegar por otros derroteros y que, en primer lugar, ¡ha
de ser asimilada como propia por los mismos cristianos!
El
mensaje del evangelio, reconozcámoslo sin ambages, se dirige al hombre, vale
decir, a la persona, no a los ángeles, no a entidades supra- o extra-humanas, y
no consiste en la revelación de grandes misterios doctrinales o teologías
enrevesadas, sino en la manifestación de un hombre muy concreto en el tiempo y
en la historia: Jesús de Nazaret, el Mesías, el Cristo. Y esta manifestación es
para salvación, lo que significa liberación (redención, en un lenguaje más teológico) y
re-dignificación de los seres humanos.
Cristo es en verdad reconocido
y proclamado como Dios por la iglesia, no debido a sus milagros, no a causa de
los relatos bíblicos que hablan de su nacimiento virginal, sino porque su
misión, incluida su pasión, muerte y resurrección, generan esa total
reubicación de la especie humana en el plano de dignidad que el Creador le
había otorgado desde el primer momento y que ella misma había perdido.
De ahí que un mundo cristiano
en el que durante siglos se han defendido y plasmado desigualdades o
diferencias supuestamente “naturales” entre las personas, haya constituido el
mejor caldo de cultivo para toda clase de ateísmos prácticos y
anticlericalismos feroces.
Mal se puede dialogar con una
sociedad hipersensibilizada ante las injusticias partiendo de presupuestos que
creen o fomenten barreras de raza, clase social o sexo entre los hombres.
En este sentido, iglesias o
entidades religiosas que discriminan de entrada a quienes no son de una raza o
etnia determinada, o que distribuyen cargos y prebendas en base a las entradas
económicas de las personas, o que relegan a las mujeres a una posición de inferioridad
para el acceso a los sagrados ministerios (por increíble que pudiera parecer,
estas cosas aún existen en nuestros días. ¡Vaya si existen!), han quedado fuera
de juego. No sólo en lo referente a la sociedad. También en lo que concierne al
propio evangelio de Cristo.
Por
otro lado, congregaciones particulares o denominaciones en su totalidad que
profesen un absoluto aislamiento de las realidades de este mundo en base a una
pretendida pureza que debe mantenerse a cualquier precio, o que sostengan una
esperanza escatológica que haya de hallar un cumplimiento inmediato y por tanto
las dispense de atender a las necesidades básicas del prójimo, no pueden jamás,
por mucho que lo pretendan, llamarse Iglesia de Cristo. Su verdadera definición
es secta y secta peligrosa.
Si como Cuerpo de Cristo deseamos extender las buenas nuevas
entre nuestros contemporáneos de Occidente —sin olvidar nunca que el mundo en
que vivimos cada día está más occidentalizado—, el único camino será presentar
a Jesús como una realidad viva que trasciende los muros de capillas y templos
para plasmarse en el día a día, en nuestra propia existencia y nuestro
compromiso a favor del hombre.
No es necesario caer en el extremo de
transformar la Iglesia en una simple ONG o una asociación vecinal con ciertos
tintes políticos más o menos definidos. Algunos ya lo han hecho y han perdido
su dimensión de comunidad religiosa, lo que nunca debiera haber sucedido,
realmente. La propia identidad eclesial, bien mantenida en una doctrina, una
teología y una liturgia auténticamente cristianas, cómo no, jamás puede
considerarse incompatible con esa dimensión humana y cercana al hombre de la
calle, que necesita imperiosamente de la liberación y la re-dignificación que
sólo Cristo puede darnos.
No hay razón alguna, por tanto, para temer el diálogo con
quienes hoy afirman no creer.
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