El conflicto de Gaza. Un problema europeo
Máximo García Ruiz
Máximo García Ruiz es licenciado en
teología, licenciado en sociologia y doctor en teología. Profesor de sociología
y religiones comparadas en el seminario UEBE y profesor invitado en otras
instituciones académicas. Por muchos años fue Presidente del Consejo Evangélico
de Madrid y es miembro de la Asociación de teólogos Juan XXIII.
“Ojalá que todo el pueblo de
Jehová fuese profeta, y que Jehová pusiera su espíritu sobre elos”
(Números 11:29)
En
la zona del desastre algunos se retiran a restañar sus heridas, otros a
enterrar a sus muertos o a llorar la pérdida de centenares de hijos, hermanos,
padres, vecinos, amigos; algunos contemplan los escombros de sus viviendas y la
ruina absoluta de su ya vida mísera anterior, o acuden precipitadamente a
comprar víveres en los puestos callejeros, aprovechando la breve pausa que
otorga una guerra a la que nadie encuentra argumentos suficientes para
explicar; en la otra orilla del conflicto, centenares, miles de familias se
esconden en los búnkeres de sus confortables kibutz, amedrentados por los misiles que les
caen del cielo con mayor intensidad que otrora cayeran las codornices cuando
sus antepasados atravesaban el desierto camino de la tierra que Dios les había
prometido y que también tuvieron que arrebatar a sus legítimos moradores de
entonces.
Los norteamericanos, presionados por el lobby judío, justifican los tanques, la
invasión y las muertes, argumentando que Israel tiene derecho a defenderse de
los misiles que lanzan los militantes de Hamás; y arguyen que en cada vivienda
gazatí se esconde un terrorista, razón suficiente para buscarlos, como si de
ratas escondidas en cloacas se tratara, y destruirlas en sus propias
madrigueras, indiferentes a los niños, mujeres, ancianos, enfermos y civiles
que les acompañen.
Y,
en paralelo a esta actitud de los norteamericanos, una ingente cantidad de
petrodólares procedentes de la inconmensurable riqueza petrolífera de países
amigos, siguen nutriendo de misiles a la facción de la Autoridad Palestina que
gobierna en Gaza, para que continúe sine die una
lucha desproporcionada, cruenta, inhumana, irracional. Y, entre tanto, ¿qué
hacen los países europeos, el mundo occidental en general? ¡Miran hacia otro
lado! Nombran comisiones, hacen grandilocuentes comunicados, viajan de un lugar
a otro, se rasgan las vestiduras, unos a favor de un bando y otros de otro,
aunque eso sí, sin dejar de vender a buen precio armas a uno u otro bando.
El problema actual de Palestina, en su origen,
es un problema artificial, coyuntural, que se ha convertido en un drama
estructural, un problema endémico. No fue artificial el drama del Holocausto
nazi contra los judíos, como algunos propugnan (también contra los gitanos, un
hecho habitualmente olvidado); un holocausto que dio cobertura moral a las
Naciones Unidas para que, al finalizar la II Guerra Mundial, se propusieran
curar las heridas y buscar vías de solución al problema judío. Pero fue una
solución absolutamente artificial e injusta “inventar” un nuevo estado, el de
Israel, e incrustarlo en un territorio que ya tenía su propia estructura
social, aunque en esa época fuera bajo el mandato del Imperio británico; un
pueblo, el palestino, diverso que tenía sus propias raíces históricas y una cultura
autóctona, aunque desigual, en la que convivían con un elevado grado de
tolerancia y colaboración los pueblos semitas, ramas de un mismo árbol,
practicaran la religión judía, musulmana o cristiana.
¿Qué hacer al finalizar la guerra europea
con los centenares de miles de deportados que habían sobrevivido al régimen y
al holocausto nazi, víctimas del antisemitismo, procedentes en su mayoría de la
Europa central? La situación de quienes buscaron refugio en la zona occidental
de Europa y el ansía de libertad y protección que les animaba, fue gestando la
idea de que era necesario que los judíos tuvieran su propio estado. El problema
era dónde, cómo y cuándo. Si los alemanes habían sido los causantes del horror,
y una buena parte de esos judíos eran alemanes (no se olvide este dato), lo más
razonable, tal vez, hubiera sido crear un lander alemán expresamente dedicado a formar el
nuevo estado judío, poblado inicialmente por alemanes judíos, con todos los
derechos y protecciones de las Naciones Unidas. Ya sé que esto suena como una
barbaridad, un ex abrupto, incluso una ocurrencia, pero no sería
un recurso novedoso en Europa, aunque con matices, especialmente a partir de la
Primera Guerra Mundial; una política de desplazamientos específicamente seguida
en la Europa oriental, cuyas consecuencias aún se están sufriendo en nuestros
días, entre otros lugares, en el Este de Ucrania.
Recurrir a desplazar a los legítimos
moradores de las tierras de Palestina para introducir en ellas artificiosamente
a una población de polacos, alemanes, austriacos, rusos y otros ciudadanos
europeos, practicantes de una determinada religión y hacerlo, como se hizo,
invocando que se trataba de “la tierra prometida a los judíos”, es decir,
llevarlo a cabo en nombre de una filiación religiosa, despreciando los derechos
históricos de la población que llevaba ocupando ese territorio al menos veinte
siglos, por muy transcendente que desde el punto de vista de la religión
pudiera parecer el hecho de que en ese espacio geográfico estuvo ubicado el
estado de Israel hasta que en el año 70 de nuestra era fuera arrasado por las
tropas romanas, resulta, al menos, un argumento falaz, prepotente, desmesurado
que, como se vio desde un principio, llevaba puesta, y a punto de ser activada,
la espoleta de la violencia continua. Para Occidente fue una forma de soltar la
patata caliente que le abrasaba las manos y desplazar a tierras lejanas (luego
se ha comprobado que ningún problema está lo suficientemente lejano) un
conflicto que nadie quería asumir como propio, tal y como se demostró tanto en
los Estados Unidos, como en Gran Bretaña y en el resto de los países
occidentales que cerraron a cal y canto sus fronteras para evitar la “invasión”
de inmigrantes judíos.
No cabe ocuparnos aquí de la historia del
éxodo judío hacia Palestina, auspiciado por las agencias sionistas, aunque sí
mencionar la connivencia de las Naciones Unidas y de los propios estados
occidentales en formas diversas hasta llevar a cabo, en contra de la firme,
pero poco efectiva oposición árabe, la creación del Estado de Israel en suelo
palestino el 14 de mayo de 1948, con el falaz intento de que pudieran
repartirse el territorio entre árabes y judíos y coexistir pacíficamente dos
concepciones de la historia, de la política, de la religión y de las relaciones
humanas tan dispares.
La
historia es mucho más compleja, por supuesto, pero el dato relevante es,
precisamente, reseñar el “pecado original” del “mundo civilizado” que ha dado
inicio al conflicto que surgió el mismo día de la constitución del nuevo estado
de Israel y que no sólo no ha cesado desde entonces, sino que nos sitúa en el
momento actual en una especie de callejón sin salida, al margen de los
argumentos viscerales o religiosos a favor o en contra de una u otra parte del
conflicto, que se dan en torno a los dos millones de gazatíes potencialmente
víctimas de este genocidio.
Es evidente que en el momento presente, a
67 años de distancia, la realidad geopolítica de Palestina es la que es. La
existencia del estado de Israel es ya algo indiscutible, inevitable,
ineluctable; como lo es la existencia de una población a la que hasta ahora no
se le ha reconocido el derecho a ser considerada como un estado con todos los
derechos que ello implica.
Y
una realidad es que las fronteras establecidas por las Naciones Unidas en 1948
han sido violadas descarada y permanentemente por Israel, mediante
asentamientos de nuevos inmigrantes judíos, procedentes de otras latitudes,
fuera del original conflicto europeo que propició su creación; unos
asentamientos en territorio palestino más allá de los márgenes asignados al
estado judío, impuestos a punta de bayoneta y bajo la presión de los tanques y
fuerzas militares israelíes.
Y aún tanto dentro como fuera de Israel,
siguen levantándose voces tratando de legitimar esos asentamientos, la invasión
de Gaza y la permanente expansión de Israel hasta conquistar todos los
territorios que en su día fueron usurpados por sus antepasados procedentes de
la esclavitud en Egipto a sus legítimos pobladores; todos aquellos territorios
que llegaron a formar parte del reino de Salomón, con su templo correspondiente
en el lugar donde hoy se levanta una mezquita. Y todo ello, en nombre de Dios,
del Dios de Israel, no del Dios de Jesús de Nazaret, que proclamó la
fraternidad universal, en la que “ya no hay judíos ni griegos; no hay varón ni mujer; porque todos
vosotros sois uno en Cristo Jesús”
(Gálatas 3:28).
No podemos legitimar la violencia. La
violencia crea más violencia. La violencia de los militantes de Hamás matando a
cuatro muchachos judíos fue el desencadenante del desastre actual. La reacción
de Israel es brutal y desproporcionada. La contumacia de Hamás sirviéndose de
sus propios hermanos como escudos humanos, es suicida. La obsesiva postura de
los ortodoxos judíos que propician e impulsan tanta violencia en nombre de
determinados derechos religiosos, resulta irracional y desmesurada.
El
empeño de los radicales palestinos queriendo negar la evidencia de un estado
israelita poderosamente armado, es suicida. Todo esto es una locura; ni el Dios
de los judíos ni el Alá de los musulmanes, puede ampararlo. Y, al margen de los
argumentos de los fanáticos, el mundo occidental, que puso la semilla de este
conflicto, tiene la obligación ineludible de buscarle una solución urgente.
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