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sábado, 2 de agosto de 2014

ISRAEL-PALESTINA: NI BENDITOS, NI MALDITOS

El conflicto de Gaza. Un problema europeo
Máximo García Ruiz
Máximo García Ruiz es licenciado en teología, licenciado en sociologia y doctor en teología. Profesor de sociología y religiones comparadas en el seminario UEBE y profesor invitado en otras instituciones académicas. Por muchos años fue Presidente del Consejo Evangélico de Madrid y es miembro de la Asociación de teólogos Juan XXIII.
Ojalá que todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que Jehová pusiera su espíritu sobre elos”
(Números 11:29)
En la zona del desastre algunos se retiran a restañar sus heridas, otros a enterrar a sus muertos o a llorar la pérdida de centenares de hijos, hermanos, padres, vecinos, amigos; algunos contemplan los escombros de sus viviendas y la ruina absoluta de su ya vida mísera anterior, o acuden precipitadamente a  comprar víveres en los puestos callejeros, aprovechando la breve pausa que otorga una guerra a la que nadie encuentra argumentos suficientes para explicar; en la otra orilla del conflicto, centenares, miles de familias se esconden en los búnkeres de sus confortables kibutz, amedrentados por los misiles que les caen del cielo con mayor intensidad que otrora cayeran las codornices cuando sus antepasados atravesaban el desierto camino de la tierra que Dios les había prometido y que también tuvieron que arrebatar a sus legítimos moradores de entonces.
Los norteamericanos, presionados por el lobby judío, justifican los tanques, la invasión y las muertes, argumentando que Israel tiene derecho a defenderse de los misiles que lanzan los militantes de Hamás; y arguyen que en cada vivienda gazatí se esconde un terrorista, razón suficiente para buscarlos, como si de ratas escondidas en cloacas se tratara, y destruirlas en sus propias madrigueras, indiferentes a los niños, mujeres, ancianos, enfermos y civiles que les acompañen.
Y, en paralelo a esta actitud de los norteamericanos, una ingente cantidad de petrodólares procedentes de la inconmensurable riqueza petrolífera de países amigos, siguen nutriendo de misiles a la facción de la Autoridad Palestina que gobierna en Gaza, para que continúe sine die una lucha desproporcionada, cruenta, inhumana, irracional. Y, entre tanto, ¿qué hacen los países europeos, el mundo occidental en general? ¡Miran hacia otro lado! Nombran comisiones, hacen grandilocuentes comunicados, viajan de un lugar a otro, se rasgan las vestiduras, unos a favor de un bando y otros de otro, aunque eso sí, sin dejar de vender a buen precio armas a uno u otro bando.
El problema actual de Palestina, en su origen, es un problema artificial, coyuntural, que se ha convertido en un drama estructural, un problema endémico. No fue artificial el drama del Holocausto nazi contra los judíos, como algunos propugnan (también contra los gitanos, un hecho habitualmente olvidado); un holocausto que dio cobertura moral a las Naciones Unidas para que, al finalizar la II Guerra Mundial, se propusieran curar las heridas y buscar vías de solución al problema judío. Pero fue una solución absolutamente artificial e injusta “inventar” un nuevo estado, el de Israel, e incrustarlo en un territorio que ya tenía su propia estructura social, aunque en esa época fuera bajo el mandato del Imperio británico; un pueblo, el palestino, diverso que tenía sus propias raíces históricas y una cultura autóctona, aunque desigual, en la que convivían con un elevado grado de tolerancia y colaboración los pueblos semitas, ramas de un mismo árbol, practicaran la religión judía, musulmana o cristiana.
¿Qué hacer al finalizar la guerra europea con los centenares de miles de deportados que habían sobrevivido al régimen y al holocausto nazi, víctimas del antisemitismo, procedentes en su mayoría de la Europa central? La situación de quienes buscaron refugio en la zona occidental de Europa y el ansía de libertad y protección que les animaba, fue gestando la idea de que era necesario que los judíos tuvieran su propio estado. El problema era dónde, cómo y cuándo. Si los alemanes habían sido los causantes del horror, y una buena parte de esos judíos eran alemanes (no se olvide este dato), lo más razonable, tal vez, hubiera sido crear un lander alemán expresamente dedicado a formar el nuevo estado judío, poblado inicialmente por alemanes judíos, con todos los derechos y protecciones de las Naciones Unidas. Ya sé que esto suena como una barbaridad, un ex abrupto, incluso una ocurrencia, pero no sería un recurso novedoso en Europa, aunque con matices, especialmente a partir de la Primera Guerra Mundial; una política de desplazamientos específicamente seguida en la Europa oriental, cuyas consecuencias aún se están sufriendo en nuestros días, entre otros lugares, en el Este de Ucrania.
Recurrir a desplazar a los legítimos moradores de las tierras de Palestina para introducir en ellas artificiosamente a una población de polacos, alemanes, austriacos, rusos y otros ciudadanos europeos, practicantes de una determinada religión y hacerlo, como se hizo, invocando que se trataba de “la tierra prometida a los judíos”, es decir, llevarlo a cabo en nombre de una filiación religiosa, despreciando los derechos históricos de la población que llevaba ocupando ese territorio al menos veinte siglos, por muy transcendente que desde el punto de vista de la religión pudiera parecer el hecho de que en ese espacio geográfico estuvo ubicado el estado de Israel hasta que en el año 70 de nuestra era fuera arrasado por las tropas romanas, resulta, al menos, un argumento falaz, prepotente, desmesurado que, como se vio desde un principio, llevaba puesta, y a punto de ser activada, la espoleta de la violencia continua. Para Occidente fue una forma de soltar la patata caliente que le abrasaba las manos y desplazar a tierras lejanas (luego se ha comprobado que ningún problema está lo suficientemente lejano) un conflicto que nadie quería asumir como propio, tal y como se demostró tanto en los Estados Unidos, como en Gran Bretaña y en el resto de los países occidentales que cerraron a cal y canto sus fronteras para evitar la “invasión” de inmigrantes judíos.
No cabe ocuparnos aquí de la historia del éxodo judío hacia Palestina, auspiciado por las agencias sionistas, aunque sí mencionar la connivencia de las Naciones Unidas y de los propios estados occidentales en formas diversas hasta llevar a cabo, en contra de la firme, pero poco efectiva oposición árabe, la creación del Estado de Israel en suelo palestino el 14 de mayo de 1948, con el falaz intento de que pudieran repartirse el territorio entre árabes y judíos y coexistir pacíficamente dos concepciones de la historia, de la política, de la religión y de las relaciones humanas tan dispares.
La historia es mucho más compleja, por supuesto, pero el dato relevante es, precisamente, reseñar el “pecado original” del “mundo civilizado” que ha dado inicio al conflicto que surgió el mismo día de la constitución del nuevo estado de Israel y que no sólo no ha cesado desde entonces, sino que nos sitúa en el momento actual en una especie de callejón sin salida, al margen de los argumentos viscerales o religiosos a favor o en contra de una u otra parte del conflicto, que se dan en torno a los dos millones de gazatíes potencialmente víctimas de este genocidio.
Es evidente que en el momento presente, a 67 años de distancia, la realidad geopolítica de Palestina es la que es. La existencia del estado de Israel es ya algo indiscutible, inevitable, ineluctable; como lo es la existencia de una población a la que hasta ahora no se le ha reconocido el derecho a ser considerada como un estado con todos los derechos que ello implica.
Y una realidad es que las fronteras establecidas por las Naciones Unidas en 1948 han sido violadas descarada y permanentemente por Israel, mediante asentamientos de nuevos inmigrantes judíos, procedentes de otras latitudes, fuera del original conflicto europeo que propició su creación; unos asentamientos en territorio palestino más allá de los márgenes asignados al estado judío, impuestos a punta de bayoneta y bajo la presión de los tanques y fuerzas militares israelíes.
Y aún tanto dentro como fuera de Israel, siguen levantándose voces tratando de legitimar esos asentamientos, la invasión de Gaza y la permanente expansión de Israel hasta conquistar todos los territorios que en su día fueron usurpados por sus antepasados procedentes de la esclavitud en Egipto a sus legítimos pobladores; todos aquellos territorios que llegaron a formar parte del reino de Salomón, con su templo correspondiente en el lugar donde hoy se levanta una mezquita. Y todo ello, en nombre de Dios, del Dios de Israel, no del Dios de Jesús de Nazaret, que proclamó la fraternidad universal, en la que “ya no hay judíos ni griegos; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28).
No podemos legitimar la violencia. La violencia crea más violencia. La violencia de los militantes de Hamás matando a cuatro muchachos judíos fue el desencadenante del desastre actual. La reacción de Israel es brutal y desproporcionada. La contumacia de Hamás sirviéndose de sus propios hermanos como escudos humanos, es suicida. La obsesiva postura de los ortodoxos judíos que propician e impulsan tanta violencia en nombre de determinados derechos religiosos, resulta irracional y desmesurada.
El empeño de los radicales palestinos queriendo negar la evidencia de un estado israelita poderosamente armado, es suicida. Todo esto es una locura; ni el Dios de los judíos ni el Alá de los musulmanes, puede ampararlo. Y, al margen de los argumentos de los fanáticos, el mundo occidental, que puso la semilla de este conflicto, tiene la obligación ineludible de buscarle una solución urgente.


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