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lunes, 25 de junio de 2012

NUESTRO PASADO ¿ENEMIGO O ALIADO?

El presente artículo es una adaptación del capítulo dos del libro Psicología de la Oración realizada por el propio autor.
Una de las claves para una vida cristiana madura radica en tener actitudes correctas hacia nuestro pasado. Muchos creyentes no progresan adecuadamente en su fe porque están en lucha con su vida pasada. Aún sin darse cuenta, viven frenados o incluso paralizados porque no logran olvidar «lo que queda atrás» (expresión del apóstol Pablo en Fil. 3:13). Ello es así porque, junto con el temperamento, la historia personal de cada uno influye en la vivencia espiritual y en la oración en particular. Nuestra biografía, tanto lo que recordamos como lo que ya olvidamos –el subconsciente-, actuará como fuerza poderosa en nuestra relación con Dios y con los hermanos. Por supuesto que no nos influye hasta anular nuestra responsabilidad, pero tampoco podemos caer en la ilusión triunfalista de pensar que no nos afecta en absoluto. Si el temperamento es la parte más genética de la personalidad, la «materia prima» con la que venimos a este mundo, la biografía es el depósito donde se almacenan los recuerdos; es el resultado de lo que hemos hecho y de lo que nos han hecho, sea agradable o doloroso. Por ilustrarlo gráficamente, es la «maleta» con la que todos viajamos por esta vida y que se va llenando de vivencias y experiencias.
Hemos de empezar aclarando un aspecto que es motivo de frustración en algunos creyentes, especialmente los jóvenes en la fe. Piensan que con la conversión se puede partir de cero, cambiar por completo de «maleta». Desearían que el Espíritu Santo hiciera tabla rasa de su biografía y borrara de golpe todo lo que pertenece al pasado y al inconsciente. Esta forma de pensar refleja un deseo profundo, urgente, de cambio; la persona anhela ser totalmente otra, busca huir de su pasado. Sufrieron tanto en su familia, en su infancia, que lo único que desean es olvidar. Algunos lo intentan cambiando de área geográfica, incluso de país. Cuando esta movilidad geográfica es muy frecuente se conoce en psicología como el «síndrome de Marco Polo». Otros intentan cambiarse el nombre, o van de trabajo en trabajo buscando el empleo ideal. Todo ello refleja el deseo intenso de empezar de nuevo. Llegan a querer tanto este cambio total que atribuyen al Espíritu Santo un papel que no le corresponde. Su error consiste en confundir el propósito de la obra de Dios en nosotros: la meta del Espíritu Santo no es destruir un pasado, sino construir un futuro. El creyente es llamado a parecerse cada día más a Cristo, no a borrar las huellas que la genética o el pasado hayan dejado en su vida. ¡La tarea del Consolador va mucho más allá de la terapia de un excelente psiquiatra!
Sin duda las palabras del apóstol Pablo son ciertas: «Si alguno está en Cristo nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17). Pero este versículo no podemos interpretarlo a nuestro antojo. ¿Significa que Dios nos cambiará el color de los ojos o la talla al convertirnos? Esta pretensión, obviamente impensable, no la sostiene ningún creyente. Y lo mismo podemos decir del temperamento o de los recuerdos. Cristo nos da una vida nueva en el sentido de que pone en nosotros una nueva naturaleza, somos engendrados «del Espíritu» (Jn. 3:6). A su vez esto conlleva cambios radicales: actitudes diferentes, una perspectiva distinta ante la vida, una dignidad nueva, un sólido sentido de la identidad personal, la esperanza de un futuro diferente y así podríamos seguir la lista de «cosas nuevas». Ciertamente Dios nos da nuevos recursos y nuevas «salidas» (1 Co. 10:13) para sobrellevar los aspectos de nuestra «maleta» que más nos pesan. La fe es un poderoso instrumento de cambio de actitudes; pero ello no significa la eliminación de nuestro pasado y de nuestros «pesos» aquí en la tierra.
Sin duda llegará el día cuando todos nuestras limitaciones y aguijones van a desaparecer, pero esto no ocurrirá hasta que estemos en el cielo nuevo y la tierra nueva, donde «las primeras cosas pasaron» (Ap. 21:4). Mientras tanto nos toca vivir en una situación de tensión. La fe es una tensión constante entre dos estados: ya no somos como antes, pero tampoco somos todavía lo que Dios y nosotros mismos queremos ser. Esta tensión entre el tiempo pasado y el tiempo futuro nos acompañará durante toda la vida cristiana. Nuestra meta aquí como discípulos de Cristo no es «estar cada vez mejor», vivir sin tensión o sin problemas. Esta sería la meta de un budista. Nosotros somos llamados a crecer más y más cada día, a la espera de aquel futuro glorioso cuando «el primer cielo y la primera tierra habrán pasado» (Ap. 21:1) y ya no existirá ningún tipo de dolor. Mientras tanto, tenemos la seguridad de que Dios nos utiliza no sólo a pesar de nuestro pasado sino a través de él. Esto lo podemos comprobar en la vida de los patriarcas y de muchos héroes de la fe.
En esta línea, la vida de José en el libro del Génesis es un ejemplo extraordinario de cómo llegar a aceptar un pasado difícil. Su biografía era una «maleta» muy pesada: nacido en una familia conflictiva ( la poligamia era campo abonado para celos y tensiones familiares), huérfano de madre a los siete años aproximadamente, su padre le malcrió con una educación tan nefasta que despertó la envidia y el odio de sus hermanos. Tiene que afrontar el drama de la separación familiar a los 17 años, en plena adolescencia, perdiendo así el único vínculo de afecto que le quedaba con su padre. Completamente solo, en una tierra extraña, Egipto, sufre la calumnia que le lleva a la cárcel durante 13 años. Esquiva la muerte de forma milagrosa, primero al ser vendido a los mercaderes; luego, en el incidente con la mujer de Potifar. Una infancia y una juventud trágicas, un autentico drama familiar y la injusticia fueron los pesado fardos de la primera etapa de su vida. Sin embargo, al repasar y evaluar todos estos acontecimientos pasados, él tenía una formidable e intensa convicción de la presencia y la dirección de Dios en su vida. Dios estaba no sólo dirigiendo sus pasos, sino también usando todas las circunstancias, buenas y malas, para cumplir sus propósitos en la vida de José. Las palabras que dirige a sus hermanos en Gn. 50:20 son un resumen memorable de esta confianza: «Vosotros pensasteis mal contra mí, pero Dios lo encaminó para bien». Y en Gn. 45:5-8 deja muy claro quién es el que dirigió su vida por encima de los actos malvados de sus hermanos: «...porque no me enviasteis vosotros aquí, sino Dios...». Es difícil leer estos pasajes sin emocionarse. Nos estremece descubrir el inquebrantable sentido que José tenía de la providencia de Dios: él permite, él dirige, él libera (ver Hch. 7:7-9). ¿Te sientes identificado con José en alguno de sus problemas? Recuerda qué grande era su Dios. Ello transformará tu oscuridad en confianza y aliviará la carga de una «maleta» pesada e injusta.
Si creemos de verdad en un Dios providente, Señor de nuestras vidas, el peso del pasado adquiere una dimensión diferente. Si Dios está con nosotros, ¿qué o quién contra nosotros? Esta es la revolución existencial y emocional del Evangelio que experimentó el apóstol Pablo. Si alguien tenía motivos para lamentar sus errores del pasado, era él: persiguió cruelmente a los creyentes y «asolaba la iglesia, y entrando casa por casa ...los entregaba en la cárcel» (Hch. 8:3). Sin embargo, un tiempo después afirmó con énfasis: «una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, me extiendo a lo que está delante» (Fil. 3:13). Sin duda, había experimentado que «a los que aman a Dios, todas las cosas ayudan a bien», o como traduce una versión inglesa (New International Version), «en todas las cosas Dios obra para el bien de los que le aman». Por tanto, en vez de luchar contra nuestro pasado, confiemos en que Dios lo va a usar para bien.
Existe la tendencia en algunos círculos- tanto cristianos como seculares- a invertir demasiado tiempo en «limpiar» el pasado. Por supuesto, la comprensión del pasado puede ser conveniente e incluso algunas veces se nos exhorta en las Escrituras a «recordar» porque ello nos ayuda a entender mejor el presente. Pero el pasado no puede paralizarnos. Como profesional de la psiquiatría he de confesar que me preocupa la cantidad de energía emocional y espiritual que algunos creyentes invierten en la curación de los recuerdos. Con mucha frecuencia este ejercicio es inútil porque no da resultados terapéuticos, y ocasionalmente puede ser claramente perjudicial.
Cuando estamos en Cristo ya no deberíamos ver el pasado como un enemigo, sino como un aliado, es decir un instrumento con el que trabajamos conjuntamente para un propósito. Lo característico de un aliado es que no necesito tener sentimientos positivos para trabajar con él. No se me pide que sea mi amigo, sino un colaborador. De igual manera, Dios no pide de nosotros que nos guste nuestro pasado doloroso, que llegue a ser un amigo, pero sí nos anima a aceptarlo como un aliado que él utiliza para cumplir ciertos propósitos de nuestra vida. Dejemos, por tanto, de luchar contra nuestro pasado porque en Cristo ya no constituye un enemigo a vencer, sino un aliado útil. Mi pasado ya fue limpiado cuando Cristo perdonó mis pecados con su sangre. Las palabras del Señor en Is. 43:18-19 son un bálsamo sanador para todos los que arrastran cicatrices de biografías difíciles: «No os acordéis de las cosas pasadas, ni traigáis a memoria las cosas antiguas. He aquí yo hago cosa nueva... Otra vez abriré camino en el desierto, y ríos en la soledad».
Dr. Pablo Martínez Vila

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