POR: LIDIA MARTIN TORRALBA
"Si algo nos molesta a las personas es que nos den largas".
17 de abril de 2011
Que no se nos hable claro, tener la sensación de que hay algo que no se nos está contando o de que, quien se tiene delante, por alguna razón que a menudo desconocemos pero que probablemente intuimos, “no se moja”. Prefiere quedarse en un aséptico, cómodo, pero insulso “depende”, “ya veré” o “no me agobies”.
Y de esa elegante e injusta manera, el problema se convierte automáticamente en tuyo, que eres el que te ofuscas en busca de respuestas con un mínimo de cuerpo, de solidez, en vez de conformarte con las migajas que otros te quieren dar en su clarísimo miedo a comprometerse, incluso con la palabra. En algunos lugares tienen, incluso, denominaciones para tal problemática, la que nos aqueja a aquellos que nos gusta que las cosas se hagan con un mínimo de seriedad, de compromiso. En tales casos eres desde un “apretao”, un “achuchao”, un “exagerado” o, simple y llanamente, un “pesado”. Y ya está, no hay más que hablar. El problema sigue siendo tuyo.
Las medias tintas, las verdades a medias y la tibieza están muy relacionadas con esto también. “Depende” se ha convertido en la palabra estrella de hace unos años aquí y es, de hecho, la respuesta favorita a buena parte de las pocas o muchas preguntas que nos hacemos hoy como individuos, pero también como sociedad. Mientras te escudan en un “depende”, parece que no te equivocas, aunque lo haces cuando no te comprometes nunca.
Son formas de funcionamiento y de pensamiento que están absolutamente integradas en nuestra forma de hacer y decir, pero sin embargo, no hemos terminado de asumirlas. Nos siguen creando incomodidad y, a pesar de que hacemos uso de ello hacia los demás constantemente (en eso sí nos acostumbramos fácilmente, porque nos conviene) continúa generando rechazo en nosotros cuando se nos paga con la misma moneda. Es la ya conocida ley del embudo (“la parte ancha para mí, la estrecha para ti”), pero que nos molesta tremendamente y seguirá siendo así porque, de la misma manera que nosotros hacemos uso de ella, los demás hacen exactamente lo mismo. Es lo que tiene esto: es un camino que nosotros establecemos en un único sentido en nuestro fuero interno, pero que los demás también establecen en sentido opuesto al que nosotros hemos tomado unilateralmente, con lo cual, queramos o no, estamos en una vía bidireccional en que, donde las dan, sin remedio, las toman.
La principal razón por la que entramos de lleno en este juego, es que nos gusta cada vez menos implicarnos, comprometernos. Hoy en día muchos tenemos la sensación de que, por ejemplo, la palabra de las personas cada vez vale menos. Que alguien diga algo no tiene ninguna implicación más allá del simple hecho de haber hablado. De hecho, puede desdecirse cuando quiera. Echando la vista atrás, uno recuerda épocas en que conceptos como el honor, la dignidad o la palabra de uno tenían un valor de suficiente peso como para que, si una persona empeñaba su palabra en una determinada cuestión, uno pudiera tener garantías de que ese compromiso se cumpliría. De no ser así, el honor de la persona quedaba en jaque y era algo castigado incluso a nivel social. Nada había peor que faltar a la propia palabra.
Hoy hemos sustituido ese concepto por otros mucho más dudosos. Principalmente lo que vale es aquello que conviene a cada cual , nos movemos en relaciones e interacciones absolutamente elásticas y, si para llegar al tal punto, ha de decirse “Diego” donde al principio se dijo “digo”, pues se hace y se acabó. Asumimos, además, que “todos harán lo mismo” y bajo ese argumento simplista e infantil de “El otro también lo hace”, que aprendemos desde nuestra más tierna infancia, por cierto, nos parapetamos en nuestra falta de palabra y compromiso. Esas razones mencionadas son, no sólo son escasamente elaboradas, sino faltas de toda base y esencialmente falsas. Pareciera, más bien, que “cree el ladrón que todos son de su condición”, pero nada más lejos de la realidad. El doble rasero no nos gusta a nadie, excepto cuando lo aplicamos nosotros porque nos conviene. Los demás se revuelven ante él, como nos revolvemos nosotros cuando nos toca sufrirlo, y no es en pocas ocasiones, sino cada vez más.
Al puntual le gusta que los demás lo sean también. Al que es cuidadoso le agrada que los otros cuiden de sus cosas, de lo que presta. Quien da su palabra y la cumple, espera lo mismo de quien tiene enfrente. Y así en un sinfín de ocasiones que la vida cotidiana nos trae pero que vienen a menudo cargadas de un sabor amargo por lo que de injusto tiene que unos sean serios y otros lo sean bastante menos. De todas formas, quien falta a su palabra, tiene razones y argumentos para todo. Siempre hay una buena razón para defender lo que uno quiere por encima de lo que quiere el de al lado, y preferimos siempre que pierda el otro que perder nosotros. Esto es, además, contagioso, porque uno termina aprendiendo en estas situaciones y descubre que, cuando se comporta como lo están haciendo los demás, se lleva bastantes menos disgustos, aún a sabiendas de que ello traerá una lucha con los principios que, quizá durante toda la vida, se han estado defendiendo.
En el extremo opuesto al que comentamos, en el que también nos movemos porque somos igualmente dados a la ley del péndulo, por la que pasamos de un extremo a otro casi sin pestañear, nos vemos muchas veces jurando y perjurando en busca de dar a nuestra palabra una validez que ha ido perdiendo por la inexorable erosión de las muchas mentiras, de las muchas medias tintas , de los muchos “hoy te digo blanco, pero mañana, sin previo aviso y sin ninguna razón que lo justifique, puede ser negro”. Y no pensemos que a quien se acostumbra a actuar así le tiembla lo más mínimo el pulso. ¡Ni mucho menos! Quien así procede aprende con mucha rapidez que cuando uno se pone colorado unas cuantas veces, la sensación de vergüenza es cada vez menor y nos cuesta bien poco acostumbrarnos. ¡Al fin y al cabo, los beneficios de hacer verdaderamente lo que uno quiere al margen de la existencia de los demás y de las consecuencias que trae sobre ellos son tan gratificantes…!
Para los cristianos, creo, es aún peor, porque somos bien conscientes, aunque a veces no lo demostremos, de que no podemos ni debemos conducirnos así , porque nuestra lucha está entre lo que nos pide el cuerpo, que va en la línea de hacer lo que hacen los demás, porque está también en nuestra propia naturaleza, y aquello que Dios mismo nos muestra que es el camino correcto. Otras veces, sin embargo, y con peores consecuencias, nuestra conciencia se ha cauterizado, nos hemos hecho a este siglo y sus costumbres y a menudo ni siquiera somos capaces de distinguir lo que son prácticas de fuera de lo que deberían ser nuestras prácticas de dentro.
La disonancia que vivimos en nuestro ser cuando ese adormecimiento de la conciencia no ha llegado, sin embargo, no es nada nuevo. Ya la manifestaba David en algunos de sus salmos, cuando se lamentaba viendo el camino de los impíos y cómo prosperaban. Pero nuestra confianza está, justamente, en que sabemos que Dios es, en estos como en otros tantos asuntos, justo lo contrario que nosotros. Sus promesas son en Él, sí y Amen ( 2ª Corintios 1:20 ) y sabemos que Él no miente, que no va cambiando Su criterio simplemente porque le conviene. Él es el mismo ayer, hoy y por los siglos ( Hebreos 13:8 ) y Su Palabra es Su esencia, es lo que Él ha querido revelarnos, lo que ha querido que sepamos, de lo que depende nuestra salvación, nuestra eternidad.
Dios no es hombre como nosotros que varía en función de por dónde sopla el viento. Nosotros tendemos a cambiar constantemente nuestro criterio en función de lo que vamos considerando más conveniente a cada momento. Tal y como lo son nuestras emociones, nuestra forma de ser es cambiante, voluble y somos llevados de un lugar a otro por diferentes “vientos de doctrina”. Por ello se nos llama una y otra vez, a pesar de que puede ser tentador amoldarse al ritmo cambiante que desde fuera se marca, a dejar de ser fluctuantes ( Efesios 4:14 ) y a que nuestro SÍ sea SÍ y que nuestro NO sea NO. ( Santiago 5:12 ).
Si en algo podemos descansar hoy, en un mundo en el que nada es blanco o negro, frío ni calor, sino que navegamos permanentemente en una tibieza que asusta, huyendo de los absolutos porque nos dan, paradójicamente, absoluto pavor, en que no sabemos qué nos traerá el mañana, Dios sigue lanzando el mismo mensaje una y otra vez, siglo tras siglo, milenio tras milenio.
En ese mensaje no hay puntos intermedios, o estamos o no estamos en Sus caminos y aunque esto pueda parecer completamente distorsionante e injusto a un mundo que no quiere decantarse, no cambia un ápice una realidad que es inamovible: Él ya era antes que nosotros, no cambia ni hay en Él sombra de variación ( Santiago 1:17 ) y nos llama a nosotros a escoger hoy a quien sirvamos, tal y como en su momento lo hiciera con su propio pueblo ( Josué 24:15 ). Si mal nos parece servir a Dios y sus principios, mojémonos… ¿A quién servimos?
El gran reto de este siglo de relativos es, entonces, no ser tibios.
Autores: Lidia Martín Torralba
© Protestante Digital 2011
FUENTE: http://www.protestantedigital.com/ES/Magacin/articulo/3778/El-gran-reto-no-ser-tibios
"Si algo nos molesta a las personas es que nos den largas".
17 de abril de 2011
Que no se nos hable claro, tener la sensación de que hay algo que no se nos está contando o de que, quien se tiene delante, por alguna razón que a menudo desconocemos pero que probablemente intuimos, “no se moja”. Prefiere quedarse en un aséptico, cómodo, pero insulso “depende”, “ya veré” o “no me agobies”.
Y de esa elegante e injusta manera, el problema se convierte automáticamente en tuyo, que eres el que te ofuscas en busca de respuestas con un mínimo de cuerpo, de solidez, en vez de conformarte con las migajas que otros te quieren dar en su clarísimo miedo a comprometerse, incluso con la palabra. En algunos lugares tienen, incluso, denominaciones para tal problemática, la que nos aqueja a aquellos que nos gusta que las cosas se hagan con un mínimo de seriedad, de compromiso. En tales casos eres desde un “apretao”, un “achuchao”, un “exagerado” o, simple y llanamente, un “pesado”. Y ya está, no hay más que hablar. El problema sigue siendo tuyo.
Las medias tintas, las verdades a medias y la tibieza están muy relacionadas con esto también. “Depende” se ha convertido en la palabra estrella de hace unos años aquí y es, de hecho, la respuesta favorita a buena parte de las pocas o muchas preguntas que nos hacemos hoy como individuos, pero también como sociedad. Mientras te escudan en un “depende”, parece que no te equivocas, aunque lo haces cuando no te comprometes nunca.
Son formas de funcionamiento y de pensamiento que están absolutamente integradas en nuestra forma de hacer y decir, pero sin embargo, no hemos terminado de asumirlas. Nos siguen creando incomodidad y, a pesar de que hacemos uso de ello hacia los demás constantemente (en eso sí nos acostumbramos fácilmente, porque nos conviene) continúa generando rechazo en nosotros cuando se nos paga con la misma moneda. Es la ya conocida ley del embudo (“la parte ancha para mí, la estrecha para ti”), pero que nos molesta tremendamente y seguirá siendo así porque, de la misma manera que nosotros hacemos uso de ella, los demás hacen exactamente lo mismo. Es lo que tiene esto: es un camino que nosotros establecemos en un único sentido en nuestro fuero interno, pero que los demás también establecen en sentido opuesto al que nosotros hemos tomado unilateralmente, con lo cual, queramos o no, estamos en una vía bidireccional en que, donde las dan, sin remedio, las toman.
La principal razón por la que entramos de lleno en este juego, es que nos gusta cada vez menos implicarnos, comprometernos. Hoy en día muchos tenemos la sensación de que, por ejemplo, la palabra de las personas cada vez vale menos. Que alguien diga algo no tiene ninguna implicación más allá del simple hecho de haber hablado. De hecho, puede desdecirse cuando quiera. Echando la vista atrás, uno recuerda épocas en que conceptos como el honor, la dignidad o la palabra de uno tenían un valor de suficiente peso como para que, si una persona empeñaba su palabra en una determinada cuestión, uno pudiera tener garantías de que ese compromiso se cumpliría. De no ser así, el honor de la persona quedaba en jaque y era algo castigado incluso a nivel social. Nada había peor que faltar a la propia palabra.
Hoy hemos sustituido ese concepto por otros mucho más dudosos. Principalmente lo que vale es aquello que conviene a cada cual , nos movemos en relaciones e interacciones absolutamente elásticas y, si para llegar al tal punto, ha de decirse “Diego” donde al principio se dijo “digo”, pues se hace y se acabó. Asumimos, además, que “todos harán lo mismo” y bajo ese argumento simplista e infantil de “El otro también lo hace”, que aprendemos desde nuestra más tierna infancia, por cierto, nos parapetamos en nuestra falta de palabra y compromiso. Esas razones mencionadas son, no sólo son escasamente elaboradas, sino faltas de toda base y esencialmente falsas. Pareciera, más bien, que “cree el ladrón que todos son de su condición”, pero nada más lejos de la realidad. El doble rasero no nos gusta a nadie, excepto cuando lo aplicamos nosotros porque nos conviene. Los demás se revuelven ante él, como nos revolvemos nosotros cuando nos toca sufrirlo, y no es en pocas ocasiones, sino cada vez más.
Al puntual le gusta que los demás lo sean también. Al que es cuidadoso le agrada que los otros cuiden de sus cosas, de lo que presta. Quien da su palabra y la cumple, espera lo mismo de quien tiene enfrente. Y así en un sinfín de ocasiones que la vida cotidiana nos trae pero que vienen a menudo cargadas de un sabor amargo por lo que de injusto tiene que unos sean serios y otros lo sean bastante menos. De todas formas, quien falta a su palabra, tiene razones y argumentos para todo. Siempre hay una buena razón para defender lo que uno quiere por encima de lo que quiere el de al lado, y preferimos siempre que pierda el otro que perder nosotros. Esto es, además, contagioso, porque uno termina aprendiendo en estas situaciones y descubre que, cuando se comporta como lo están haciendo los demás, se lleva bastantes menos disgustos, aún a sabiendas de que ello traerá una lucha con los principios que, quizá durante toda la vida, se han estado defendiendo.
En el extremo opuesto al que comentamos, en el que también nos movemos porque somos igualmente dados a la ley del péndulo, por la que pasamos de un extremo a otro casi sin pestañear, nos vemos muchas veces jurando y perjurando en busca de dar a nuestra palabra una validez que ha ido perdiendo por la inexorable erosión de las muchas mentiras, de las muchas medias tintas , de los muchos “hoy te digo blanco, pero mañana, sin previo aviso y sin ninguna razón que lo justifique, puede ser negro”. Y no pensemos que a quien se acostumbra a actuar así le tiembla lo más mínimo el pulso. ¡Ni mucho menos! Quien así procede aprende con mucha rapidez que cuando uno se pone colorado unas cuantas veces, la sensación de vergüenza es cada vez menor y nos cuesta bien poco acostumbrarnos. ¡Al fin y al cabo, los beneficios de hacer verdaderamente lo que uno quiere al margen de la existencia de los demás y de las consecuencias que trae sobre ellos son tan gratificantes…!
Para los cristianos, creo, es aún peor, porque somos bien conscientes, aunque a veces no lo demostremos, de que no podemos ni debemos conducirnos así , porque nuestra lucha está entre lo que nos pide el cuerpo, que va en la línea de hacer lo que hacen los demás, porque está también en nuestra propia naturaleza, y aquello que Dios mismo nos muestra que es el camino correcto. Otras veces, sin embargo, y con peores consecuencias, nuestra conciencia se ha cauterizado, nos hemos hecho a este siglo y sus costumbres y a menudo ni siquiera somos capaces de distinguir lo que son prácticas de fuera de lo que deberían ser nuestras prácticas de dentro.
La disonancia que vivimos en nuestro ser cuando ese adormecimiento de la conciencia no ha llegado, sin embargo, no es nada nuevo. Ya la manifestaba David en algunos de sus salmos, cuando se lamentaba viendo el camino de los impíos y cómo prosperaban. Pero nuestra confianza está, justamente, en que sabemos que Dios es, en estos como en otros tantos asuntos, justo lo contrario que nosotros. Sus promesas son en Él, sí y Amen ( 2ª Corintios 1:20 ) y sabemos que Él no miente, que no va cambiando Su criterio simplemente porque le conviene. Él es el mismo ayer, hoy y por los siglos ( Hebreos 13:8 ) y Su Palabra es Su esencia, es lo que Él ha querido revelarnos, lo que ha querido que sepamos, de lo que depende nuestra salvación, nuestra eternidad.
Dios no es hombre como nosotros que varía en función de por dónde sopla el viento. Nosotros tendemos a cambiar constantemente nuestro criterio en función de lo que vamos considerando más conveniente a cada momento. Tal y como lo son nuestras emociones, nuestra forma de ser es cambiante, voluble y somos llevados de un lugar a otro por diferentes “vientos de doctrina”. Por ello se nos llama una y otra vez, a pesar de que puede ser tentador amoldarse al ritmo cambiante que desde fuera se marca, a dejar de ser fluctuantes ( Efesios 4:14 ) y a que nuestro SÍ sea SÍ y que nuestro NO sea NO. ( Santiago 5:12 ).
Si en algo podemos descansar hoy, en un mundo en el que nada es blanco o negro, frío ni calor, sino que navegamos permanentemente en una tibieza que asusta, huyendo de los absolutos porque nos dan, paradójicamente, absoluto pavor, en que no sabemos qué nos traerá el mañana, Dios sigue lanzando el mismo mensaje una y otra vez, siglo tras siglo, milenio tras milenio.
En ese mensaje no hay puntos intermedios, o estamos o no estamos en Sus caminos y aunque esto pueda parecer completamente distorsionante e injusto a un mundo que no quiere decantarse, no cambia un ápice una realidad que es inamovible: Él ya era antes que nosotros, no cambia ni hay en Él sombra de variación ( Santiago 1:17 ) y nos llama a nosotros a escoger hoy a quien sirvamos, tal y como en su momento lo hiciera con su propio pueblo ( Josué 24:15 ). Si mal nos parece servir a Dios y sus principios, mojémonos… ¿A quién servimos?
El gran reto de este siglo de relativos es, entonces, no ser tibios.
Autores: Lidia Martín Torralba
© Protestante Digital 2011
FUENTE: http://www.protestantedigital.com/ES/Magacin/articulo/3778/El-gran-reto-no-ser-tibios
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