Viernes, 11 de mayo de 2012 | 11:40 pm
Garatea, un cristiano de valiosa actuación pública, ligado a la defensa de los derechos y de la dignidad de las personas, miembro de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), y dedicado al trabajo por la solidaridad con los pobres, y ex - presidente de la Mesa de Concertación de Lucha contra la Pobreza; acaba de recibir como premio el látigo del imperio romano, por opinar en contra de la tradición de la iglesia católica.
Él ha sido suspendido en su función pastoral, ello implica que mientras dure la prohibición, el padre Garatea no podrá impartir sacramentos ni celebrar misas como las que solía realizar, ni dictar teología en la Universidad Católica del Perú, además como asesor del rectorado en materias de responsabilidad social.
El problema de fondo es de naturaleza política: la sanción obedecería a las opiniones del cristiano Garatea sobre asuntos que van desde el celibato, las uniones homosexuales, hasta la promoción del diálogo en los conflictos mineros, como en el caso reciente de Conga en Cajamarca.
Pero la comunidad cristiana, mayoritaria en la escena nacional peruana, vayamos al fondo del problema, aspecto por aspecto relevante, pero de la apertura de un debate de ideas, tan necesario en ésta precaria democracia republicana.
Primero, el Estado peruano mantiene desde 1979, un vergonzoso Concordato Perú-Vaticano, firmado entre la dictadura del General Morales Bermúdez y el Vaticano, que obligó a que la actual Constitución de 1993, mantenga una serie de privilegios a la iglesia católica, lo que hace que el Estado actual no sea laico, es decir no exista una real separación entre Estado-Iglesia.
Segundo, habría que recordarle al sacerdote Cipriani, que está mas lejos de Cristo y su iglesia que es la comunidad universal de creyentes en Dios, pues sondear los designios divinos supone obrar de conformidad con el pensamiento de que la persona necesitada, representa a todo el género humano a los ojos de Dios. Además, no sólo entran en la esfera de esa bondad las personas necesitadas, sino el impío, el injusto, el enemigo, el agresor.
Tercero, el sacerdote Cipriani ha mandado la palabra de de Dios (Biblia) al olvido, y nuevamente tenemos que recordarle que cuando en el Nuevo Testamento se pregunta ¿De que le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? Ésta última palabra debería equivaler a nephesh y no al vocablo griego psyche. El versículo debería decir así: “De que le vale al hombre ganar todo el mundo si pierde su vida”. Solamente así el versículo mantiene su valor y espiritualidad.
Cuarto, Cipriani ha olvidado que Jesús vino al mundo y se hizo hombre, donde en el país en que nació, los poderes eran los mas ruidosos y crueles, que mucho se asemejan al Perú de la corrupción institucionalizada. La Palestina del primer siglo estaba dominada en cada faceta de su vida social y nacional por el poder militar imperialista de Roma, por el poder civil del gobierno nacional de Herodes sujeto a Roma, un poder religioso severo y legalista: el Sanedrín y la Sinagoga, que trataron de asesinar a Jesús porque rompió sus reglas religiosas, desafiando así su posición iglesia al servicio al poder, un poder económico represivo y que imponía impuestos a los mas pobres, que mantenía en abierta pobreza a grandes sectores nacionales, y finalmente un poder espiritual de corrupción, que asustaba a toda la nación.
Quinto, Cipriani ha olvidado por estar muy cerca al poder terrenal, preguntarse ¿Sobre qué poderes estableció Cristo su autoridad? Para ello dejemos que fluya la palabra libremente de toda atadura humana, en el versículo de Efesios 6:12 leemos. El desarmó “las huestes espirituales de maldad en las regiones celestes”, pero también se impuso a “principados….potestades…..poderes de este mundo de tinieblas”; porque Él dijo: “Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y la tierra” (Mateo 28:18). Ello significa que no sólo los poderes espirituales tienen que rendirse a la autoridad de Cristo, sino que las estructuras del poder de los amantes del dinero en el Estado, tienen también que rendirse a su Señorío, para servir a todos los seres humanos, especialmente a los excluidos de una vida digna.
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