Por: Víctor Vich.
La iglesia católica vive tiempos oscuros. Ha sido tomada por un conjunto de fundamentalistas que no toleran la diferencia de opiniones ni el debate intelectual, que han sustraído toda autocrítica personal del mensaje realmente incómodo del hijo de Dios y cuyo único objetivo parece ser la pura ambición económica y el poder político. “Mi reino no es de este mundo” (Jn. 18, 36), dijo Jesús y lo dijo para subrayar que el modelo de vida que proponía era completamente distinto a las viles pasiones que mueven a los hombres. Jesús nunca se refirió a las pasiones de índole sexual sino a aquellas más humanas que buscan juicios, ambicionan propiedades, se seducen con sortijas y mitras, y que gozan de ejercer poder sobre los demás.
Hoy la iglesia no la dirigen personajes que admiremos por su humildad ni por su compromiso ante los hombres. Tampoco los admiramos por su inteligencia ni por su producción teológica ni por su diálogo con la cultura universal. Hoy muchos de los sacerdotes tienen una pésima formación académica que no es producto de la duda que el verdadero conocimiento trae consigo sino de la paporreta de los dogmas y la normativa. Las mejores clases sobre Nietzsche que yo escuché fueron las de Vicente Santuc. Hoy, por el contrario, muchos nuevos sacerdotes no saben nada de filosofía, nada de ciencias sociales y casi nada de literatura. En mi colegio, sin embargo, los jesuitas nos hacían leer a César Vallejo y a Jorge Eduardo Eielson; a José María Arguedas y a Luis Hernández. Nos llevaban al teatro a ver Collacocha y disfrutaban con nosotros de los Beatles y de Pink Floyd. También nos llevaban a cortar caña en las haciendas azucareras del norte y a deshierbar café en la selva de Cajamarca. Pero hoy es aún peor: muchos de los sacerdotes actuales pueden llegar a admirar a un dictador corrupto de la misma manera en que están fascinados con una imagen de plástico como aquella del morro solar. Han perdido sentido estético y parecen haber olvidado las propias palabras de Jesús: “No todo el que dice señor, señor, entrará al reino de los cielos (Mt. 7, 21)”.
Hoy muchos sacerdotes vuelven a vestirse de negro, a usar cuellos cerrados y se ve en ellos una manifiesta voluntad de diferenciarse del resto como si fueran personajes “superiores” y tuvieran garantizado el paraíso divino. No los vemos trabajando con la gente y promoviendo mejores vínculos entre las personas sino obsesionados en controlar el cuerpo de la mujer y en juzgar la vida sexual de todos nosotros. Hoy tenemos a un conjunto de inquisidores que ha adquirido mucho poder y que está empobreciendo a la tradición católica. Yo me formé en otra iglesia, con sacerdotes -como el padre Gastón Garatea- que entregaban su vida al servicio de los demás y que sabían bien que el mensaje de Cristo era un mensaje liberador situado más allá de la dialéctica entre la ley y su transgresión. Ni ley, ni trasgresión: solo un mensaje de verdadera humildad y de real compromiso con los demás sin importar sus credos o sus opciones privadas. Un mensaje de profunda solidaridad humana. Casi nada de eso vemos en la iglesia de hoy: la han secuestrado.
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