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jueves, 6 de septiembre de 2012

La fe cristiana ante el compromiso social y político

Antonio González

Es frecuente que los cristianos, al tratar cuestiones relativas al orden social y político, se encuentren con un uso diverso, e incluso interesado, de la Escritura. Los cristianos “de izquierdas” pueden apelar a textos como el Éxodo, donde Dios toma partido por el pueblo oprimido, liberándolo de la opresión de Egipto, o también pueden recurrir a textos como el capítulo 18 del Apocalipsis, donde los mercaderes de la tierra se lamentan por la caída de Babilonia, el gran imperio mundial. Inversamente, los cristianos “de derechas” suelen citar textos como el capítulo 13 de la carta a los Romanos, donde Pablo defiende el derecho del estado a usar la espada para castigar al malvado, sin dejar de aludir a otros textos del Antiguo Testamento donde las huestes de Israel aniquilan a sus enemigos. Finalmente, habría otros cristianos, pretendidamente apolíticos, que simplemente nos recordarían aquello de dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.
            Esta diversidad de usos de la Escritura no puede dejar muy satisfecho a quienes pensamos que un mismo Espíritu las ha inspirado, y que su unidad en un solo libro no es una simple casualidad. Ciertamente, los textos bíblicos tienen una diversidad de orígenes y de autores humanos, pero ello no obsta para que su lectura cristiana tenga que encuadrarse en esa unidad canónica que les confiere una unidad y los hace vinculantes para el presente. De hecho, la diversidad en la utilización de la Escritura puede en el fondo ser indicadora de que los textos bíblicos son puestos al servicio de opciones sociales y políticas que no tienen su origen en el seguimiento del Señor, sino en inclinaciones o en compromisos previos. De hecho, las divisiones de los cristianos a lo largo de la historia se han debido con frecuencia a que otras fidelidades a las naciones, a los imperios, o a los grupos políticos han funcionado como el criterio incuestionable desde el que se valoraba la propia fe. La Escritura, entonces, solamente podía ser utilizada de un modo parcial, asumiendo algunos textos y desechando otros. En cambio, una hermenéutica obediencial de la Escritura tiene que buscar, más allá de la aparente diversidad, una unidad que pueda mostrarnos cuál es la visión y la voluntad de Dios respecto al mundo social y político. En este punto, lograr descubrir cuál es la coherencia que subyace a los distintos textos es precisamente un criterio decisivo de verdad.
            Trataré de mostrar cuál es esa coherencia profunda del testimonio bíblico en la diversidad de sus textos. Para ello mencionaré tres afirmaciones teológicas básicas, y pasaré después revista a algunos textos bíblicos decisivos para entender la relación entre la fe cristiana y la política.

1.      El mundo como realidad caída

La fe evangélica afirma, de una manera más radical de lo que es usual en muchas religiones y filosofías, el hecho de que el mundo es una realidad caída, decisivamente afectada por el pecado adámico. No se trata, como a veces se dice, de un pesimismo, porque también afirmamos que Dios no ha dejado de ser el Señor de la historia, quien puede utilizar incluso la rebeldía humana para conseguir sus fines. Es más: la fe evangélica subraya la salvación que ha tenido lugar en el Mesías Jesús, y es por tanto profundamente optimista respecto a las posibilidades que se han abierto para la humanidad. Y, sin embargo, el mundo presente no deja de ser una realidad caída. Y esto tiene una implicación inmediata para el compromiso social y político: la fe evangélica parte de una visión crítica del mundo. Normalmente, las ideologías sociales y políticas tienen que mostrar que de alguna manera, a pesar de las apariencias, el mundo se encuentra en una situación positiva, y que por tanto no necesita de ningún cambio ni transformación. Por el contrario, la fe evangélica sabe que el mundo está profundamente afectado por el pecado, y que requiere de un profundo cambio para ajustarse a la voluntad de Dios.
            En ocasiones se alega de un modo enormemente abstracto que la creación implica una afirmación de que toda la realidad es buena, y que por tanto esto significa que en principio la iglesia está llamada a conformarse con un mundo bueno. En una misma línea se argumenta que la encarnación constituye una llamada a que las iglesias cristianas se adapten al mundo, legitimándolo y bendiciéndolo. Sin embargo, las cosas son más complejas de lo que dan a entender estos pequeños sofismas teológicos. La creación afirma ciertamente que toda la realidad es buena en cuanto creada, pero al mismo tiempo sostiene la presencia del pecado afectando no sólo a las realidades humanas, sino al mismo entorno natural. Desde este punto de vista, la fe en la creación, más que legitimar el presente orden del mundo, lo que afirma es más bien el contraste entre la configuración actual del mundo y la voluntad original de Dios. No sólo esto: la fe bíblica afirma que solamente la acción divina, y no el esfuerzo humano, puede llevar a la creación a superar su presente estado de caída. Por otra parte, la fe en la encarnación no es una bendición de este mundo caído, sino solamente de aquello que Jesús amó y bendijo. Jesús, en quien Dios se encarnó, no amó ni bendijo ni el pecado individual, ni la violencia, ni las estructuras humanas de dominación. Más bien Jesús amó y bendijo a los pobres, a los humildes, a los que sufren, a los que le buscan sinceramente. Esto, y solamente esto, es lo que legitima la encarnación.
            La perspectiva evangélica de un mundo caído es, como en ocasiones se ha dicho, una de aquellas afirmaciones teológicas que no deja de tener una importante base empírica. Vivimos en un planeta atravesado por la injusticia, la dominación y la desigualdad. Cada día mueren de hambre unas 35.000 personas, una gran parte de ellas niños, algo que sería fácilmente evitable con los recursos de los que dispone actualmente la humanidad. Sin embargo, nuestro planeta se caracteriza por una enorme falta de democracia. Las instituciones mundiales que podrían hacer frente a los problemas comunes, como el hambre, el deterioro del medio ambiente o los conflictos bélicos, están de hecho controladas por los países más poderosos, que disponen de la mayor parte de los recursos alimentarios y son los responsables de la producción de la mayor parte de los armamentos. Aunque estos países, o al menos algunos de ellos, se jactan frecuentemente de sus instituciones democráticas, lo cierto es que, por lo que respecta al conjunto de la humanidad, ostentan posiciones de poder y de privilegio poco compatibles con la democracia. El mundo está acantonado en su pecado, y enfrentado a la voluntad de un Dios que creó el mundo para el bien de toda la humanidad. Desde el punto de vista de la teología evangélica, es necesario hoy como siempre recordar la ira de Dios frente al mundo caído, porque existe un enfrentamiento real entre la voluntad de Dios, y la realidad de un mundo sometido a las fuerzas del pecado. Se pueden recordar, refiriéndolas a toda la humanidad, aquellas palabras de Oseas:

“... el Señor tiene querella contra los habitantes de la tierra, pues no hay fidelidad, ni misericordia, no conocimiento de Dios en la tierra. Sólo hay perjurio, mentira, asesinato, robo y adulterio. Emplean la violencia, y homicidios tras homicidios se suceden. Por eso la tierra está de luto, y languidece todo morador en ella junto con las bestias del campo y las aves del cielo; aun los peces del mar desaparecen” (Os 4,1-3 LBLA).

2.      El estado es parte de la realidad caída

Una segunda afirmación teológica, en realidad comprendida ya en la primera, es que el estado es parte de la realidad caída. La historia bíblica nos lo recuerda desde sus primeras páginas. En el libro del Génesis se nos relata que Caín, después de haber matado a su hermano, habiendo recibido una inmerecida protección de Dios, se trasladó al oriente del Edén, y allí edificó una ciudad (Gn 4,15-17). Como es sabido, las ciudades son las primeras formas estatales. Ellas disponían de un control sobre los territorios de su entorno, y en ellas se establecía el rey, con su ejército, su templo y su corte. Esencial para la formación de los primeros estados es lo que Max Weber llamaría el “monopolio de la violencia coactiva legítima”. Cuando aparece el estado, los individuos y los clanes son privados de ejercer la violencia para retribuir las ofensas: solamente el estado dispone legítimamente del ejercicio de la violencia. El surgimiento del estado consiste siempre necesariamente en la organización de fuerzas militares y policiales que disponen en exclusiva del derecho a ejercer la violencia. No es extraño, en este sentido, que la Biblia relacione a Caín, el primer homicida, con la edificación de la primera ciudad. El estado está constituido por la violencia que forma parte del pecado humano. Sin embargo, este carácter intrínsecamente violento del estado, no deja de tener una función positiva, pues el estado controla, racionaliza y limita la violencia. La alternativa al estado es un personaje llamado Lamec, que se jacta de sus respuestas desproporcionadas a la violencia (Gn 4,23-24). La alternativa al estado es una espiral interminable de retribuciones violentas por cuenta de los individuos o de los clanes.
            No es ésta la única reflexión sobre el estado que encontramos al comienzo del texto bíblico. En realidad, el relato del pecado adámico describe un arco que va desde el capítulo 3 hasta el capítulo 11 del Génesis. Como es sabido, a partir de ahí se nos relata la elección de Abraham y el comienzo de la redención. Pues bien, el capítulo 11, donde culmina el relato sobre el pecado, nos habla precisamente de un estado: es la historia de la torre de Babel. En Babel (es decir, Babilonia) nos encontramos con un estado convertido en imperio, jactándose de sus medios técnicos, pretendiendo la admiración de toda la humanidad, y tratando de alcanzar el cielo. Es como si la pretensión adámica de ser igual a Dios alcanzara su expresión máxima en los grandes imperios humanos, y se plasmara en sus grandes construcciones. En cierto modo, Babel (Babilonia) es una clave que recorre toda la Escritura, desde sus capítulos iniciales hasta el libro del Apocalipsis. De hecho, el capítulo 7 libro de Daniel nos presenta una visión de la historia humana caracterizada por la sucesión de distintos imperios, hasta que finalmente el poder es entregado al gobierno humano del Hijo del Hombre. Con frecuencia, el afán por identificar cada una de las bestias con un imperio concreto, o incluso con algún político concreto, lleva a perder de vista la afirmación de fondo: la historia humana como sucesión de imperios “bestiales”. De hecho, cuando los imperios se representan a sí mismos, siempre coinciden en elegir bestias, especialmente animales de presa, como aquello que más propiamente los simboliza: leones, águilas, etc. Es, desde el punto de vista bíblico, la culminación del pecado adámico, mostrando sus efectos a lo largo de toda la historia.
            Tenemos, por tanto, desde el punto de vista bíblico, la afirmación de una dramática ambigüedad del estado. Por una parte, el estado es parte de la realidad caída, pero por otra parte, dentro de esa realidad caída, el estado cumple una función positiva poniendo límites a la violencia que es característica del pecado. Por una parte, el estado puede limitar los daños más extremos de la caída, pero al mismo tiempo, el estado tiene la capacidad de endiosarse en la forma de un imperio que pretende tocar el cielo, y en esa misma medida no sólo no resuelve los daños de la caída, sino que los lleva a su más terrible culminación. Esta perspectiva bíblica sobre la realidad política se pierde allí donde algunos grupos cristianos optan por considerar algún estado o imperio a salvo de este diagnóstico: “lo que dice la Biblia es cierto para todos los estados, excepto para el imperio de Constantino”. O también: “lo que dicen las Escrituras es válido para todos, excepto para los estados pontificios, o excepto los países protestantes, o excepto para el imperio español, o excepto para el imperio británico, o excepto para los Estados Unidos, o excepto para el estado de Israel”. Este modo de excluir algún estado del diagnóstico bíblico obedece sistemáticamente a intereses políticos de aquellos grupos cristianos que se han aliado con algún poder político, introduciendo diversas excepciones que tratan de ligar algún estado concreto con los planes divinos de salvación para toda la humanidad. Y esto nos lleva al tercer punto.

3.      El estado no es principio de salvación

Si el estado es parte de la realidad caída, no se puede pensar que los estados o los imperios sean considerados como un principio de salvación. El estado no puede salvar. La misma historia de Israel, con su propia experiencia estatal, es buena muestra de ello. Las historias del Éxodo, como expresión del núcleo de la fe de Israel, contienen ya algunas reflexiones decisivas. Como es sabido, las distintas estrategias de resistencia ante la opresión se van mostrando como insuficientes. A pesar de la resistencia pasiva de las parteras hebreas, de la caridad heroica pero individual de la hija del faraón, o de la violencia de Moisés, el pueblo no sale de su situación de opresión (Ex 1-2). Ni siquiera las negociaciones con el faraón, dirigidas por Moisés y Aarón, dan resultado, sino que más bien empeoran las situación de los hebreos, predisponiéndolos contra sus líderes (Ex 5). Viene entonces, con las plagas, la crisis general del imperio. El mismo texto bíblico nos dice que Moisés, educado como miembro de la realeza, logra un gran prestigio ante los funcionarios del faraón y ante todo el pueblo egipcio (Ex 11,3). El faraón, en cambio, está en sus horas más bajas. Se podría pensar que la solución a la opresión era simplemente que Moisés tomara el poder en Egipto. Tendríamos entonces un faraón bueno, en lugar de un faraón malo. Éste es sin duda el modo usual en que piensa el ser humano. Sin embargo, el plan de Dios era muy distinto.
            Lo que Dios tenía diseñado era la creación de un pueblo nuevo, en la periferia del imperio. Un pueblo compuesto no sólo de israelitas, sino de una gran muchedumbre que sale de la opresión junto con los descendientes de Jacob (Ex 12,37-38). Un pueblo que por primera vez en la Escritura puede proclamar, al otro lado del mar Rojo, que Dios reina (Ex 15,18), precisamente porque existe un pueblo situado bajo su soberanía, y no bajo la soberanía del faraón. Precisamente el que Dios reine, y no un ser humano (ni siquiera Moisés) es lo que posibilita la aparición de un pueblo de hermanos y hermanas, en el que no se han de repetir las injusticias sufridas en Egipto. La ley que Israel recibe en el Sinaí, incluso antes de entrar en la tierra, va orientada precisamente a la creación de una sociedad altamente igualitaria y fraterna. El objetivo es que no haya pobres en el pueblo de Dios (Dt 15,4), de modo que cada siete años se habrían de perdonar todas las deudas (Dt 15,1-6), se prohíbe el préstamo con interés (Dt 23,19), se asegura la recuperación cada cincuenta años de las tierras asignadas a cada familia (Lv 25,8), Israel se convierte en un país de refugio para los esclavos huidos de otras naciones (Dt 23,15), y se establece la liberación periódica de los israelitas que hayan caído en esclavitud (Ex 21,1). En Israel tenemos el primer caso de un impuesto destinado, no a sostener la corte de los reyes, sino a los huérfanos y a las viudas (Dt 14,28), es decir, el primer impuesto social conocido en la historia de la humanidad.
            La finalidad de todo ello es mostrar al mundo qué es lo que sucede cuando Dios gobierna, mostrando a toda la humanidad una diferencia atractiva (Dt 4,6-8), que finalmente ha de conducir a una peregrinación de todas las naciones hacia Sión, como repetidamente proclaman los profetas. Ciertamente, el Deuteronomio preveía la posibilidad de la introducción de una monarquía. Sin embargo, Israel vive en la tierra prometida durante casi doscientos años sin adoptar una forma estatal. Cuando esto sucede, la elección de un rey es vista como una traición a Dios mismo, pues en el fondo la transformación de Israel en un estado implica el rechazo a que Dios reine directamente sobre su pueblo. No sólo eso: al elegir un rey se introduce la necesidad de una corte y de un ejército permanente al servicio de ese rey, y con ello una desigualdad que se opone al sentido mismo de Israel como un pueblo distinto de los demás pueblos. En el fondo, la transformación de Israel en un estado entraña el deseo de ser iguales a los demás pueblos, y de este modo dejar de ser una alternativa (1 Sam 8). No es extraño que los historiadores llamados “deuteronomistas” (Samuel-Reyes), así como los profetas de Israel, hayan considerado a los reyes como los principales responsables de la idolatría y de la injusticia social, que bíblicamente son dos caras de la misma moneda: el abandono del reinado de Dios, y de la igualdad que ese reinado instaura. El diagnóstico bíblico sobre la monarquía es sombrío: ella ha sido la principal responsable del fracaso de Israel y de Judá, de su destrucción y de su exilio.
            Ciertamente, la introducción de la monarquía tuvo mucho que ver con la creciente presión militar de los filisteos. En este sentido, el estado prestaría algún servicio a la “salvación” terrena de Israel como pueblo. Sin embargo, la fe de Israel tiene una dimensión que opera en dirección opuesta. Ante una amenaza militar enemiga, cabe recurrir a recursos semejantes a los del contrario: espadas, carros, alianzas con otras naciones. Pero también cabe poner la confianza en Dios. Es esencial en la fe de Israel la confianza en que Dios pelea las batallas de Israel, como ya se muestra desde el libro del Éxodo, ante la amenaza del ejército del faraón (Ex 14,14). Esta confianza conduce, obviamente, a la reducción del propio ejército, para poner la confianza, no en los recursos militares, sino en Dios. Es lo que sucede repetidamente en el Antiguo Testamento: baste recordar la historia de Gedeón reduciendo su ejército antes de enfrenar a los madianistas (Jue 7), o en la historia de David ante Goliat (1 Sam 17). El mismo libro del Deuteronomio ordena claramente la limitación del ejército de Israel, y la renuncia a las alianzas militares (Dt 17,16). Se trata, obviamente, de tendencias que surgen de la fe israelita en que Dios es el que guía la historia y quien pelea las batallas de su pueblo, y que operan en una línea opuesta a la justificación del estado por motivos de defensa. Todo ello implica una profunda ambigüedad del estado en el Antiguo Testamento: por una parte como traición al gobierno directo de Dios sobre su pueblo, y por otra parte como una institución consentida por Dios e incluso prevista por la ley. Y esta misma ambigüedad se traslada al futuro: por una parte Israel esperará la vuelta a una situación en la que Dios gobierna directamente sobre su pueblo, y por otra parte la aparición de un “descendiente de David”, destinado a restaurar a su pueblo, restableciendo la independencia, e incluso estableciendo un dominio universal sobre las demás naciones.
            Esta ambigüedad se resuelve definitivamente con Jesús. Algunos detalles de su ministerio dejan claramente constancia de sus intenciones. Jesús anuncia la llegada inminente del reinado de Dios, y elige a doce apóstoles, aludiendo indudablemente a aquella situación originaria en la que las doce tribus eran gobernadas directamente por Dios. Jesús parece no haber gustado del título de Mesías, sustituyéndolo normalmente por el de “Hijo del Hombre”, con lo que tenemos de nuevo una alusión a la diferencia entre los imperios bestiales y el reinado verdaderamente humano establecido por el “Anciano de días” al final de los tiempos. Un reinado que por cierto es compartido, pues los apóstoles y los discípulos son invitados a reinar con Jesús (Mt 19,28; etc.). Y es que el libro de Daniel no sólo anunciaba el reinado del Hijo del Hombre, sino también el del “pueblo de los santos del altísimo”. Cuando Jesús, repitiendo la situación del Éxodo, alimenta a las multitudes en el desierto, tiene que renunciar a continuación al intento del pueblo de proclamarle rey (Jn 6,15). No es algo tan extraño, si tenemos en cuenta cuál es la ética que Jesús considera como característica de sus discípulos: el amor a los enemigos, la renuncia a la retribución, la no resistencia al malvado, el rechazo de los juramentos, acompañar una milla más a los ejércitos invasores, el servicio mutuo en lugar de la dominación, etc. (Mt 5-7; Lc 22,24-27). Características que apuntan ciertamente a la aparición de una comunidad de personas con un comportamiento muy distinto del usual en el mundo, pero ciertamente no a la aparición de un estado. Jesús, el Mesías de Israel, hace una última invitación a Israel para que se configure como un pueblo especial, regido directamente por Dios, distinto de todas las naciones paganas. Y, por tanto, como un pueblo sin estado. Algo que los dirigentes de Israel no dudaron en rechazar categóricamente, ejecutando a Jesús como alguien peligroso para su propio pueblo.
            Es importante caer en la cuenta sobre algunos aspectos cruciales de la pasión de Cristo. En la cruz, el Hijo del Hombre actúa, no como los imperios bestiales, sino como el cordero que no ofrece resistencia, y que carga sobre sí con la violencia humana, anulado su tiranía. En realidad, la no-resistencia de Jesús no representa otra cosa que la culminación de la fe de Israel. Si Israel había sido invitado repetidamente a poner su confianza en Dios,  y no en los ejércitos o en las alianzas, se entiende perfectamente la práctica de aquél que consuma la fe de Israel. Porque la fe de Israel, llevada al límite, no sólo conduce a reducir el ejército a trescientos soldados, como había hecho Gedeón, sino últimamente... a ninguno. Si Dios pelea las batallas de su pueblo, es comprensible la invitación cristiana a renunciar a la retribución y a la violencia, entregando a Dios plenamente el señorío de la historia. El pacifismo cristiano no surge primeramente de consideraciones filosóficas o políticas, como puede ser el valor de la vida humana o el carácter últimamente contraproducente de la violencia. El pacifismo cristiano no es otra cosa que la culminación de la fe de Israel en que Dios cuida de su pueblo. Por eso su origen, su fundamento y su modelo está en Jesús mismo, que renuncia al estado, al ejército y a la retribución, para poner su confianza completa en Aquél que rige la historia, aunque esta confianza signifique la posibilidad de perder la propia vida a manos de los estados y de los imperios de este mundo. Justamente esa confianza de Jesús permite Dios actúe en la historia, introduciendo el perdón y la reconciliación.
            Desde esta perspectiva, podemos entender que las comunidades que surgen tras la resurrección no sólo proclaman el mesiazgo de Jesús, sino también su divinidad, porque éste es precisamente el punto de vista que permite entender no sólo el comienzo de la realización de lo que Jesús había anunciado como inminente (el reinado de Dios), sino también su posición especial en ese reinado (Heb 1,8). Jesús puede ser proclamado como Mesías (“Cristo”), por más que su mesiazgo no sea estatal. Jesús es ahora el rey de un pueblo que carece de estado, pero que al mismo tiempo utiliza una terminología altamente política para entenderse a sí mismo. El término ekklesía (iglesia) no sólo recoge utilizado para designar a la asamblea de Israel en el desierto (Hch 7,38), sino también era el término con el que se designaban las asambleas de las ciudades en el mundo antiguo. Ciertamente, a diferencia de las ciudades, en la asamblea cristiana no participan solamente los ciudadanos libres, sino también las mujeres, los esclavos y los extranjeros. La soberanía de Jesús sobre estas comunidades no era entendida como una soberanía puramente espiritual, sino como una soberanía efectiva, que afectaba todos los ámbitos de la vida, incluyendo el compartir los bienes y la reestructuración de las relaciones entre los amos y los esclavos, que ahora pasaban a considerarse como hermanos no sólo “en el Señor”, sino también “en la carne” (Flm 16). Al mismo tiempo, esta soberanía efectiva de Jesús no es entendida como una soberanía más, sino como una soberanía exclusiva (Jud 1,4), que pone en entredicho las pretensiones de otras soberanías por controlar toda la vida humana (Hch 17,6-7). De ahí la visión de que el gobierno del Mesías irá progresivamente anulando todos los dominios humanos, para finalmente entregar el reino al Padre, quien lo será todo en todos (1 Co 15,24-28).

4.      Algunos textos básicos

El trasfondo de la historia bíblica nos permite entender ahora el significado de algunos textos bíblicos, utilizados con frecuencia para reflexionar sobre el compromiso político de los cristianos. Los evangelios (Mc 12,13-7 y par.) nos trasmiten el dicho de Jesús sobre el tributo al César. Comencemos señalando que el texto no habla propiamente de “dar” al César o a Dios, sino más precisamente de “devolver” (apódote). Esto se entiende perfectamente con el trasfondo de la parábola que el evangelista ha trasmitido anteriormente (Mc 12,1-12), y que habla precisamente de una usurpación: los viñadores homicidas, que se han apropiado de la viña, y no la quieren devolver a su dueño legítimo. Como es sabido, la viña simboliza a Israel, los arrendatarios no son otros que los dirigentes de Israel, y el dueño legítimo no es otro que Dios mismo. En la pregunta sobre el impuesto al César se continúa con esa línea de argumentación. Para verlo, basta con preguntarse qué es lo que pertenece a Dios y qué es lo que pertenece al César. Bíblicamente, no se trata de que a Dios le pertenezca el culto dominical, la vida espiritual, y la moral familiar, mientras que al César le pertenecería todo lo demás. Propiamente, lo que pertenece a Dios es el universo entero, pero más concretamente Israel, su pueblo elegido, y su heredad. Por eso, devolver a Dios lo que es de Dios es una exhortación dirigida a los dirigentes de Israel, con quienes Jesús debate, para que devuelvan a Dios lo que le pertenece: el pueblo de Israel.
No sólo eso. Al César propiamente no le pertenece el resto del mundo. La alusión a lo que pertenece a Dios significaba, para los judíos del siglo primero, la insinuación de que todo pertenece propiamente a Dios, porque Él es el creador del universo y el Señor de la historia. Sin embargo, el contexto de la frase le concede al César un derecho provisional sobre algunas cosas, sobre las que Dios todavía no reclama su soberanía. En concreto, sobre las monedas que llevan su imagen, y que su imperio ha acuñado. No es de más señalar que la posesión de esas monedas mostraba la hipocresía de los interrogadores de Jesús, pues un judío piadoso no podía tener monedas con imágenes. Pero démonos cuenta de algo más: Jesús no está diciendo que se dé al César una parte de las monedas, como sería propio de un impuesto. Está insinuando algo más, que es precisamente entregar al César todas las monedas, porque todas llevan su inscripción. Entregar todas las monedas no sólo significa el fin de la riqueza de los israelitas acaudalados, sino también la independencia económica respecto al imperio. En el fondo, la respuesta de Jesús recuerda, por una parte, el llamamiento de Israel para ser una sociedad distinta, no sólo espiritualmente, sino también social y económicamente. Y, por otra parte, muestra que los principales responsables de la situación de Israel son sus dirigentes, que se han apropiado de un pueblo que no les pertenece, y además con sus intereses económicos son quienes de hecho aseguran el sometimiento del Israel a las potencias extranjeras. Cuando Jesús, después de contar la parábola de los viñadores homicidas, dijo a los herodianos y fariseos que devolvieran a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, los oyentes sin duda captaron claramente el modo en que Jesús ponía en un aprieto a sus interrogadores, a la vez que evitaba su trampa.
En cualquier caso, el pasaje muestra una profunda coherencia con el planteamiento bíblico. No estamos ante una fórmula para distinguir entre lo espiritual y lo temporal, entre el culto dominical y el resto de la vida humana. Lo que tenemos es una distinción entre el pueblo que pertenece a Dios, y el resto de los pueblos, sometidos provisionalmente al dominio del César. Y también un llamado a Israel, no a ser un pueblo como los demás pueblos, sino a ser un pueblo distinto, situado bajo la soberanía de Dios, para mostrar al mundo las maravillas que acontecen allí donde Dios gobierna. Esto mismo nos encontramos en el texto de Romanos 13, tan frecuentemente utilizado para plantear una oposición entre Pablo y Jesús. Ciertamente, el contexto ha cambiado. El último llamado a Israel por parte del Mesías ha dejado paso a la peregrinación de las naciones al Israel renovado, y por tanto a la organización de asambleas (iglesias) del pueblo de Dios en un contexto pagano. Sin duda, Pablo admite la obligación de pagar impuestos al estado romano. Sin embargo, esto no implica la reducción de la ética cristiana a un ámbito espiritual, ni tampoco la legitimación de estados, imperios, gobiernos o políticos cristianos. Por el contrario, Pablo entiende que el principio que guía la actuación de los cristianos es opuesto a aquél que rige el comportamiento del estado. Los cristianos responden al mal con el bien, y dejan a Dios la retribución (Ro 12,17-21). En cambio, el estado responde a la violencia con la violencia, y justamente por eso lleva la espada (Ro 13,1-6). Y esto significa que el estado cumple, como vimos, una función positiva en el mundo caído, limitando la violencia. Sin embargo, su comportamiento es radicalmente distinto del que caracteriza a las comunidades cristianas, donde ya se pueden ver los primeros frutos de la redención de la humanidad. Como Jesús, Pablo también está pensado en un pueblo carente de estado, cuyo comportamiento es radicalmente distinto del que caracteriza a los demás pueblos del mundo. Y, precisamente por ello, un pueblo atractivo destinado a atraer finalmente hacia sí a todos los demás pueblos.
Desde este punto de vista, poca duda cabe de que el principal compromiso “político” del cristiano tiene que ver con la construcción de la pólis alternativa sobre la que Dios reina, en la medida en que admite, busca y anuncia este reinado. Un reinado que no es el suyo propio, ni el de ningún liderazgo humano, sino el reinado mismo de Dios realizado por el Hijo. En cambio, no parece que desempeñe ningún papel muy relevante en la irrupción del reinado de Dios la presencia de cristianos en los cargos políticos decisorios del imperio o de los estados nacionales. Por su misma esencia, esos cargos políticos entrañan un modo de comportamiento punitivo y coactivo que se distingue radicalmente de la praxis propia del reinado de Dios. Una vez que el Mesías ha rechazado definitivamente la configuración estatal del pueblo de Dios, el reinado de Dios se realiza en la relación directa entre el Mesías y su pueblo, sin la mediación de aquellas formas de dominación, que por su esencial índole violenta serían incapaces de representar la irrupción ya presente de la soberanía de Dios. Ciertamente, en el Antiguo Testamento aparecen algunas formas de participación de creyentes en las instituciones de los estados paganos: recordemos el caso de José nacionalizando las tierras de Egipto, de Daniel en la corte babilónica y de Ester en el harén del rey de Persia. Sin embargo, en todos estos casos nos encontramos con situaciones excepcionales, no buscadas por los protagonistas, utilizadas por la providencia divina subsidiariamente, pues el nervio de la salvación no pasa por tales estados, sino por el pueblo de Dios, desprovisto de estado, al que estos personajes prestan servicios decisivos. Es más, desde el punto de vista del Nuevo Testamento habría que preguntarse si los servicios de José, Ester y Daniel, en la medida en que entrañan el recurso a la violencia (con la posible excepción de Daniel, que es más un consejero que un gobernante), son propios de los seguidores del verdadero Mesías. Y es que el verdadero cambio social, tal como fue esbozado por Jesús, no comienza en los palacios de Caifás, ni de Herodes, ni del César. El verdadero cambio social se inicia allí donde sus seguidores comienzan una nueva sociedad, caracterizada por el perdón, el compartir y el servicio fraterno.
En cualquier caso, parece que una lectura canónica y discipular de la Escritura, que no parte de compromisos políticos previos, sino del intento de seguir y entender al Mesías, nos muestra una profunda coherencia de los textos bíblicos. Desde la historia de Caín y de la torre de Babel, pasando por la elección de Abraham y el Éxodo, recorriendo la historia fallida del estado de Israel, escuchando las enseñanzas de Jesús, y atendiendo al mensaje de Pablo, y llegando finalmente al Apocalipsis y su anuncio de la caída del último imperio mundial, todo nos muestra la permanente voluntad de Dios de formar un pueblo distinto, situado bajo la soberanía de Dios, destinado a ser distinto de los demás pueblos, para así atraer a toda la humanidad hacia el verdadero Dios. Algo que Israel no pudo realizar, pero que la redención obtenida por Jesús posibilita de una manera definitiva. Un pueblo distinto, que ya no devuelve el mal por el mal, sino que es posibilitado por la gracia divina para iniciar ya, con el Sermón de la Montaña, las primicias de una nueva humanidad. Un pueblo regido por Dios, y precisamente por eso un pueblo caracterizado por el servicio, la ausencia de dominación, y la fraternidad. Un pueblo en el que, como ordenaba el Deuteronomio, ya no hay pobres, porque el compartir en el interior de la comunidad y el compartir entre las comunidades posibilita la atención a cada persona según sus necesidades (Hch 4,32-37), con el fin último de establecer la igualdad de todos los creyentes en todo el mundo, tal como afirma un texto casi “desconocido” de Pablo (2 Co 8,13-15).

5.      Conclusión

De este modo, las principales tesis bíblicas sobre el compromiso social y político adquieren sus perfiles propios. Como es sabido, el “compromiso” tiene en castellano dos sentidos distintos, que otras lenguas distinguen. El compromiso puede designar la entrega generosa a una causa (engagement), pero también la subordinación de los propios principios a determinados intereses (compromise). En la historia del cristianismo, las formas de compromiso en el segundo sentido de la expresión han abundado, especialmente desde el tiempo de Constantino. Muchas han sido las formas de cancelar la ética radical de Jesús. Clásicamente se dijo que esa ética estaba destinada únicamente a monjes y personajes religiosos, mientras que el resto de los “cristianos” se debería de conformar con practicar alguna versión actualizada de los diez mandamientos de Moisés. Solamente los monjes estarían llamados a compartir los bienes, renunciar a la violencia, amar a los enemigos, y no ir a las guerras. Durante el tiempo de la Reforma, el Sermón de la Montaña fue interpretado por algunos como una especie de ley radicalizada, destinada solamente a mostrarnos nuestra pecaminosidad para que nos entreguemos a la misericordia de Dios, pero no destinada a ser cumplida, ni siquiera con la ayuda divina. Más modernamente, los liberales han tendido a pensar que la ética del Sermón de la Montaña estuvo determinada por el “error” de Jesús y de los primeros cristianos de pensar que el mundo estaba a tiempo de acabarse; una vez subsanado ese error, se podría volver a una ética más “realista”. Del mismo modo, los fundamentalistas han dicho que el Sermón del Monte pertenecería a una “dispensación” ya superada, y por lo tanto solamente habría estado en vigor durante unos meses, y ya no tendría ningún significado para la práctica cristiana actual.
            Lo común a todos estos errores teológicos es la renuncia al Sermón de la Montaña, y de este modo la posibilidad de “comprometer” las enseñanzas de Jesús, renunciando a ellas para poder pactar con alguno de los poderes de este mundo. El verdadero compromiso con las enseñanzas de Jesús iría en una línea muy distinta, consistente no sólo en reconocer nuestra pecaminosidad, y la necesidad de la gracia de Dios, pero también la posibilidad de que esa ética de Jesús sea la mejor expresión de voluntad de Dios para nosotros. Entonces nuevas perspectivas se abren para el compromiso cristiano. Porque este compromiso deja de ser algo simplemente derivado del evangelio para convertirse en algo ligado a su núcleo más interno. El compromiso social y político del cristiano no consiste en renunciar a (“comprometer”) las enseñanzas de Jesús, sino en ponerlas en práctica, contribuyendo a que, mediante la gracia de Dios, aparezca en la historia un pueblo nuevo, que acepta la soberanía de Dios e inicia en la historia unas formas de vida individuales y comunitarias destinadas a atraer hacia sí a todas las naciones de la tierra. Para realizar esto, no se necesita esperar a que los cristianos dispongan de los grandes poderes de este mundo. Al contrario: la transformación que Jesús puso en marcha comienza desde ahora y desde abajo, allí donde el anuncio del evangelio da lugar a nuevas formas de organización social. Así como los primeros cristianos transformaron la unidad económica básica del mundo antiguo (la “casa”, que era mucho más que un domicilio) en una célula del reino de Dios, del mismo modo los cristianos actuales estamos también invitados a transformar algunas de las formas básicas de organización social de nuestro mundo (empresas, cooperativas, talleres, ONG’s...) en los núcleos vivos desde los que se inician unas nuevas relaciones sociales.
            La sociología de la globalización nos da una clave importante sobre el verdadero sentido del “compromiso” cristiano. Hace algunas décadas, era frecuente en algunas consideraciones sociológicas llamar la atención sobre una presunta tensión entre identidad y relevancia. Esto se aplicaba a las iglesias, diciendo que cuanto éstas más subrayaban su identidad propia, menos relevantes eran en su contexto social. Inversamente, la búsqueda de relevancia en el contexto social conducía irremisiblemente a una pérdida de la propia identidad como iglesias cristianas. Hoy en día, la sociología se ha dado cuenta de la limitación de este enfoque: quienes renunciaron a su identidad normalmente renunciaron también a la relevancia. De hecho, la sociología observa que los grupos que verdaderamente desafían (en distintas direcciones) el orden de este mundo son justamente aquellos grupos que recrean la identidad humana desde sus raíces, posibilitando identidades nuevas, al margen de los (escasos) valores dominantes. Hoy en día se ha vuelto claro que el cultivo de la propia identidad es algo relevante para el mundo. Por supuesto, esto no legitima cualquier identidad de moda, ni cualquier conservación a ultranza de identidades pasadas. Pero sí nos muestra claramente algo que coincide con el nervio de las enseñanzas bíblicas. Y es que el mundo solamente se transforma de manera significativa en un sentido cristiano allí donde el evangelio inicia, desde ahora y desde abajo, unas nuevas relaciones sociales, basadas en la transformación de la persona humana desde sus raíces. No es algo que surja de programas, ni de esfuerzos humanos. Es la libre gracia de Dios, recreando el mundo desde sus cimientos. Es una gracia que nos compromete, no con los poderes de este mundo, sino con Jesús y sus enseñanzas, para poder vivirlas con autenticidad en el mundo de hoy. En definitiva, se trata de devolver a Dios lo que es de Dios, y hacerlo tan seria, radical y comprometidamente que el mundo se dé cuenta de que “hay otro rey, Jesús” (Hch 17,7).




[1] Expongo en este texto de forma resumida algunas tesis que pueden encontrarse más detenidamente explicadas en otras publicaciones mías como Reinado de Dios e imperio (Sal Terrae, Santander, 2003) y The Gospel of Faith and Justice (Orbis Books, New York, 2005).

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